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Rindamos homenaje
Agosto, cuando el sol parece derramarse sobre la tierra. Las aves parecen haber agotado su parte de verano y la población del campo y la ciudad ha menguado todos los niveles de agua y sensatez imaginables. Los rebaños de cabras y ovejas —los que quedan— invaden los campos de cereal ya rasurados, dormidos. El viento dejó de ondular los cometas de oro que crecieron sobre frágiles tallos dorados, y ha de conformarse con barrer las hojas de la arboleda poco antes de la caída otoñal. Sisean ellas y crujen los troncos en su desigual lucha contra el céfiro. Un puñado de jilgueros se aventura a extraer unas cuantas semillas de los cardos resecos por el sol. El pico picapinos y la urraca no abandonan la chopera cercana, donde la enhiesta enramada trabaja como sombrilla y vierte su egregia estampa sobre la exigua corriente del arroyo.
Más allá, en el barranco umbrío, el herrerillo se mueve inquieto sobre los avellanos, saltando de rama en rama, como si estuviera tocando el arpa con los pies. El arbusto exhibe sus rectilíneos troncos, añorando tal vez aquellos lejanos tiempos en que eran buscados ávidamente por los pastores para trashumarlos al sur y hacer trueque con los olivareros. Serbales y robles son refugio predilecto para carboneros, que elevan sus trinos proclamando que esta temporada, una más, pudieron sacar adelante una nueva nidada. Las chinches rayadas deambulan despreocupadas por encima de las espinosas hojas del cardo azul y aprovechan el momento para buscar pareja y darse la espalda en amoroso encuentro.
Una hermosa calimorfa expone sin titubeos sus llamativos colores en contraste con el intenso verde de los helechos, que resisten heroicamente la aridez. Como allí no encuentra lo que busca, la mariposa aletea hasta una carlina, que reposa como un paciente asterisco en la base de un pino silvestre. Un mirlo sale de la espesura espantado por nuestra presencia. Sus gritos de advertencia indican que se siente molesto, que hemos perturbado su tranquilidad. No era nuestra intención, pero no sabemos cómo hacérselo saber. La inquieta avecilla negra ha elegido una delgada rama de sauce que apenas puede soportar su peso. La rama se dobla, se balancea. El mirlo agita las alas y levanta la cola para mantener el equilibrio, y se va a voz en grito, avisando a quien quiera escuchar, dejando en paz al sauce.
Colgando del cielo la culebrera planea sobre la resquebrajada pradera con la esperanza de hallar un frugal y escurridizo almuerzo que llevarse al coleto. La charca, en sus horas más bajas del año, echa de menos la presencia de esas ranas que hace unos meses canturreaban sus amores asomando la cabeza por encima de la lámina de agua, y ocupaban la orilla como cálido solárium. Recordamos nuestros vanos intentos por sorprender a una de ellas calentándose sobre una piedra o el barro. Ahora solo quedan las huellas de ciervos y jabalíes que acuden puntualmente a refrescarse a la luz de las estrellas.
Merecen un cálido homenaje estas y todas las formas de vida encargadas de revitalizar el campo en esta época tan austera. Estas líneas, trazadas torpemente por quien ha tratado, una vez más, de liberar su curiosidad, alguien que vuelve a proclamar su pertenencia a esa comunidad de vida, aspiran a servir de tributo.