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Adiós al otoño en el rodenal

Senderismo

A punto de terminar la estación del color, cuando meteorológicamente ya podemos decir que ha llegado el General Invierno, me atrevo a sugerir otro paseo por nuestros montes. Llego al pequeño pueblo serrano de Boniches cuando aún se está desperezando, lentamente. Busco, una vez más, el silencio, la soledad y el sosiego. Una mujer pasea junto al río Gabriel con su perro, mirándome ambos con curiosidad mientras localizo el camino con la ayuda de mi mapa.

Comienzo el recorrido en La Balsa de las Mulas, un plácido recodo del río donde intuyo que la gente suele pasar buenos ratos en verano aprovechando unos las pozas y otros la playa que el agua ha ido formando en la orilla.

La senda, mal indicada y casi borrada por la densa vegetación de jaras, atraviesa un terreno difícil, suelto; los pies tienen dificultades para fijarse a la tierra. El tiempo ha realizado una lenta pero eficaz labor arrancando arena y guijarros a las colosales moles de conglomerados y arenisca que me rodean.

El pinar no delata que nos encontremos en la estación de ocres y amarillos. La senda finalmente muere en un camino que tal vez fuera usado en otras épocas por leñadores o resineros. Paso por el Chozo del Tío Culebras. Apenas quedan restos de lo que debió ser tal chozo, pero en este punto se desata la fantasía. Quizá el Tío Culebras fuera un esforzado resinero, tal vez un solitario pastor, quién sabe… Pero también puedo imaginar al Tío Culebras, boina calada, recorriendo estos caminos boscosos en pos de la preciada carga de tea resinosa para fabricar la valiosa pez. Algún día me detendré algo más en este personaje.

Las jaras y cantuesos decoran el aire con sus penetrantes aromas, compitiendo con las agujas del rodeno, cuyo eterno verde se ve salpicado aquí y allá por el oro de los álamos.

El bosque es infinito y el silencio su compañero incondicional. Apenas unas tímidas avecillas repiquetean la gruesa corteza de los pinos en busca de sabrosos manjares hechos larvas. Unas rocas que parecen oxidadas se asoman entre el oloroso verde para recibir los últimos rayos de un tímido sol que comienza a cubrirse de gris. Inmensos conglomerados de caras fantasmagóricas, arrugadas y tristes se asoman al barranco, a la altura del Ceñajo del Arte, allí donde los incansables pastores han construido pacientemente, piedra sobre piedra, sus refugios para el ganado colgados en la ladera.

Me dispongo a subir el Cerro de las Cabezas por un camino que desaparecerá, si nadie lo remedia, con el paso de unos años, víctima de la escorrentía. Me pregunto cuánto tardaremos en reaccionar para cuidar las arterias por donde ha de pasar el caminante. Aquí los melojos se aprestan al obligado cambio estacional para dorar el verde pinar. La ascensión es dura y apenas puedo levantar la vista del suelo. Pero alcanzar la cima tiene su compensación: el paisaje se hace perpetuo, con 360 grados de magnífica visión. Al viento le entran las prisas y se hace notar, batiendo las agujas de los pinos, que comienzan a tocar su susurrante melodía. En tanto se disponen a desafiar al frío invernal, los melojos se aprestan a detener su reloj biológico y compiten con los álamos y sauces de la ribera por ver quién adorna mejor de oro el eterno verde del pinar. Un mirlo protesta porque se mueven demasiado las ramas del majuelo donde se oculta, pero no hay forma de hacer que Eolo se calme. Mientras, allá abajo, el río dibuja interminables curvas doradas, junto al camino que me llevará de vuelta.