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La montaña blanca
Algunos avezados montañeros han afirmado alguna vez haber sentido la misteriosa llamada de la montaña. El carácter que hayan querido darle a este sentimiento (aventura, reto personal, religión…) no resta un ápice de emoción al ascenso de esa montaña. Y sin necesidad de ser un experimentado montañero, gozando de la simple vocación de hacer caminos y trochas, uno también puede haber sentido esa oscura llamada cuando desde hace algún tiempo la montaña parece observarte y tú la miras y se establece entre ambos un secreto diálogo que se traduce en un feliz encuentro.
Montaña Blanca o Peña Blanca son nombres que bien podían haberle puesto a este monte que con sus 1.780 metros de altura gobierna el valle de Valdemeca: Peñalba. El viaje comienza en lo que antaño fuera la pequeña central eléctrica que abasteciera al pueblo y que ahora tiene vocación de casa rural. A unos 7 kilómetros de la carretera de Tragacete, donde viene a encontrarse el Arroyo del Molino con el río de Valdemeca, nace un camino que va aguas arriba de ese arroyo.
Es precisamente el ruinoso molino harinero lo primero que visitamos, para comprobar los trágicos efectos de la despoblación y el progreso. Algo más abajo debió existir otro aún más antiguo del que ya ni quedan restos. Estas construcciones se emplazaban en lugares estratégicos para aprovechar la fuerza del agua en la molienda del grano y en ellas vivía al menos una familia que probablemente también cultivara los terrenos adyacentes para su propia subsistencia. Aún pueden observarse la acequia que traía el agua para mover la maquinaria y los bancales antaño cultivados.
Remontando el arroyo encontramos otra construcción, esta vez natural, en la que el agua ha sido paciente y tenaz cinceladora: la Chorrera del Gollizno, una pequeña cascada muy visitada por las gentes del lugar para refrescarse en verano. Un gollizno o gollizo es una garganta, una estrechura entre rocas donde el aire y el agua se encajonan. Ahora el General Invierno ha ordenado a las aguas que aminoren su marcha e incluso se detengan, lo que ofrece un precioso espectáculo de hielo y esculturas caprichosas.
La Chorrera del Gollizno
La senda cruza el arroyo y continúa hacia arriba hasta morir en un camino en el paraje conocido como Tejera Vieja. En sus laderas pedregosas la curiosidad del caminante puede verse recompensada con el hallazgo de pequeños fósiles. Pero sigamos hacia el norte, junto al Arroyo de los Santos, que tiene su cuna en el Rento de la casa del Cura. A lo largo del recorrido se observan numerosas regurgitaciones que contienen muérdago, lo que nos recuerda su consumo por el zorro para purgarse a pesar de su toxicidad.
Pronto tomamos un camino que asciende por el Barranco de Quintanilla y que más adelante se transforma en estrecha senda y apenas nada. La nieve aún cubre el suelo en la umbría más allá de una reseca fuentecilla, y sirve de lienzo para mostrar la escritura de los animales.
Una huella de zorro
El paso del caminante se cruza con el de un conejo.
Varios pequeños mojones de piedras marcan el recorrido, pero es suficiente con no abandonar el barranco, que serpentea y escala poco a poco la ladera Este de Peñalba, hasta alcanzar el Collado de las Morqueras, donde la sabina rastrera extiende sus dominios.
¡Y ahí está!
Sin temor a equivocarme, puedo afirmar que en la cima de este monte, allí donde el pensamiento viaja hacia espacios y tiempos poco frecuentados que provocan una sensación sublime, donde puede uno sentirse como el rey del mundo, el caminante puede fácilmente tener un encuentro con el amigo Stendhal y olvidar que existe el malhadado paso del tiempo mientras admira la infinitud del paisaje. Rousseau debió sentir algo parecido cuando en 1785 escribió: “Necesito torrentes, rocas, pinos, bosques muertos, montañas, senderos escabrosos por donde ir y venir, precipicios al lado que me asusten, porque lo curioso de mi gusto por los lugares escarpados es que me aturden, y me gusta ese aturdimiento, siempre y cuando me encuentre a salvo.”
Recurrir a lo escrito por otros es necesario cuando la pobreza del lenguaje impide expresar con claridad las ideas que se agolpan ante el espectáculo que el mejor pintor sería incapaz de retratar. Aquí dejo un sencillo testimonio al que ni siquiera he puesto música, con la intención de dar la palabra al agua y el silencio.