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Sin demasiadas diferencias
Ríos de tinta han corrido. Se han escrito libros y artículos, se han impartido clases magistrales y conferencias, todo ello para dar cuenta de esas cosas que nos diferencian de otros animales, o que nos hacen parecernos a ellos, sin olvidar un pequeño detalle no tenido en mente por todos los pensamientos: el ser humano es también un animal y, por tanto, no son pocas las cosas que compartimos con ellos. Ahora bien, ¿tenemos las mismas capacidades unos y otros? Resulta evidente que nosotros contamos con el habla y la habilidad para hacernos preguntas sobre nuestra existencia. Los animales no humanos no hablan ni se preguntan, pero no vamos a cuestionar que posean necesidades como dormir, comer, reproducirse o protegerse. Como nosotros. ¿Tendrán por ventura otras capacidades de las que nosotros carecemos?
Caballos capaces de vaticinar un rayo próximo a caer; aves que recorren miles de kilómetros orientadas por el campo magnético terrestre, sin que nadie les haya mostrado el camino, pues llevan tal facultad en su carga genética; patos que presienten un bombardeo; hormigas que salen de su laberinto subterráneo poco antes de las primeras sacudidas de un terremoto, vacas que dan menos leche o gallinas que ponen menos huevos cuando el teimpo es desapacible, búfalos que hacen frente a una familia de fieras leonas… Cuenta estas y otras curiosidades el etólogo Vitus B. Dröscher (1), sosteniendo que, de una manera u otra, las sensaciones y reacciones de los animales no difieren de las nuestras tanto como imaginamos. Atrás quedan los tiempos en que se creía en la superioridad de la mente humana o que los animales no eran capaces de sentir. Un niño, por ejemplo, se acerca a un precipicio con total tranquilidad si no percibe el peligro. O bien entabla una conversación aparentemente inofensiva con un desconocido a través de las redes sociales porque esa persona se ha ganado su confianza. El niño será consciente de los riesgos a los que se expone cuando alguien se los haga ver. Y, aun así, será mejor no perderlo de vista. De igual modo, un ratón de laboratorio, de esos blancos, tan bonitos y simpáticos, ignora el peligro que supone para su integridad física la presencia de una víbora. Para él no es más que un palo sobre el que puede corretear sin problemas. Hasta que pasa lo inevitable. En el momento en que observa cómo otro incauto ratoncillo es devorado por la víbora, queda paralizado por el miedo cuando el ofidio se le queda mirando. “Queda convertido en «estatua de sal» y se hunde en un estado semejante a la hipnosis”, dice Dröscher, lo que quizá represente su salvación, porque la víbora solo detecta aquello que se mueve. ¿Verdad que no somos tan diferentes?
Fuente: blogdeanairene.blogspot.com/
Rescatemos otro de los ejemplos aportados por el etólogo alemán:
El profesor de zoología Bernhard Rensch presentó a expertos en pintura moderna de la Universidad de Münster varios «cuadros abstractos» creados por el chimpancé Congo y el mono capuchino Pablo sin decir de quién eran.
El juicio de esos expertos: «Se trata de composiciones de un ritmo extraordinario, llenas de dinamismo y armonía, tanto en las formas como en el colorido». Solo un psicólogo definió las pinturas como «productos de una muchacha altamente agresiva y esquizoide».
Cuando se desveló la identidad de los «artistas», se organizó un escándalo. Unos protestaban contra «tan descarada burla del arte moderno», y otros declararon que aquello era una «ofensa contra la dignidad humana». Hay quien todavía no ha vuelto a saludar a ese zoólogo.
Y como entremos en el capítulo del sentido estético por la música o la danza, probablemente salgamos perdiendo. No se puede calificar como arte lo que hicieron Congo y Pablo, pero para muchos individuos de diversas especies, no dominar estas cualidades pseudo-artísticas puede significar el fin de la continuidad de sus genes. Tal vez nosotros contemplemos sus exhibiciones como puro fanfarroneo, pero para ellos es de vital importancia. Son gestos instintivos, sí, pero bellos. Veamos la ostentación de este colibrí:
Y nuestro amigo David Attenborough nos recuerda el ejemplo del pájaro lira:
Sí, los animales no humanos también tienen sentimientos: lamentan la muerte de un miembro de su manada, se les acelera el pulso en determinadas circunstancias o son sensibles a la belleza. Ahora bien, no debe extrañarnos que haya opiniones para todos los gustos. Es muy delicado este tema de los sentimientos de los animales, y los científicos continúan debatiendo al respecto. En todo caso, cometeríamos un error si solo contempláramos la cuestión desde una perspectiva exclusivamente antropomórfica, la misma visión que trajo a los cines o a las pantallas de televisión personajes como Bambi, Rin Tin Tin, Lassie, el delfín Flipper, el canguro Skippy o la abeja Maya. La ciencia, como es lógico, no comparte semejantes productos de la fantasía. No humanicemos a los animales, pero tampoco neguemos su capacidad de reacción ante ciertos estímulos, algo que parece revelar la existencia de sentimientos y que contradice a quienes piensan que los animales son poco más que robots dotados de reflejos. No posee el ser humano la exclusiva sobre la vida afectiva y los sentimientos. También los animales sufren, lloran, se ríen, se enojan y sienten miendo, dolor o placer. Los etólogos podrían ofrecernos infinidad de ejemplos sobre lo racionales que llegan a ser los animales y lo bestias que podemos ser los humanos.
(1) Dröscher, Vitus B. (1986). Los animales son también humanos. Planeta, Barcelona