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Una escenificación de visiones diferentes
Dice la sabiduría popular que cada cual cuenta la feria según le va en ella. Mejor aún, cada uno ve las cosas según el color del cristal con que las mira. No es preciso demostrar el sentido de estos dichos; aun así, pongamos por ejemplo un árbol, da igual la especie. ¿Lo vemos todos de la misma forma? Para un artista es objeto digno de ser plasmado en un lienzo o de ser esculpido en bronce. Un arquitecto se fijará en su estructura, con sólidos cimientos y un fuerte pilar sobre el que se afirman pesadas ramas. Un diseñador gráfico tal vez busque la manera de reflejar con complicadas fórmulas geométricas la silueta de ese árbol, con la dificultad añadida de que no hay dos iguales. La relación de miradas y opiniones se hace interminable, y será peliagudo que converjan en un punto de encuentro, como sucede en este relato.
El mirador se encuentra en lo alto de una montaña, asomándose al precipicio sobre un inmenso océano verde. Allá abajo se adivina el curso de un río que durante millones de años ha venido cortando la tierra, paciente, incansable, regando una llanura preñada de vegetación. La paz que transmite el entorno es indescriptible, aunque no todos sepan apreciar sus valores de la misma forma.
Sally Walker, una caminante solitaria, reposa sentada en un saliente rocoso, la espalda apoyada sobre un pino retorcido que suavemente deja mecer su follaje al ritmo de la brisa. Es su deseo encontrar la serenidad que le falta abajo, en la ciudad, donde tan complicado resulta controlar su propio tiempo, donde toda la actividad cotidiana está cuajada de múltiples condicionantes imposibles de evitar. De un lujoso coche sale Ted Richman, un corredor de bolsa, el cuello de la camisa desabotonado y el móvil pegado a la oreja. Apenas presta atención a las vistas, y habla, gesticula compulsivamente. Se aprecia que no se encuentra allí por gusto. Saluda con la mano a Pamela Food, una empresaria de la industria alimenticia que pasa el fin de semana con unas amigas, circunstancia que aprovechó para concertar una entrevista informal con Richman. Walker observa incómoda el ajetreo y calla.
David House es el último en llegar. Le han recomendado este mirador porque la ladera que se divisa enfrente ofrece muchas posibilidades para construir una urbanización a la que, tal vez, se le podría añadir un pequeño campo de golf en el llano. House, ajeno a la charla que mantienen Richman y Food, contempla la panorámica imaginándose cómo quedaría el conjunto una vez urbanizado. Y queda satisfecho.
—Impresionante, ¿verdad? —le comenta Pamela Food.
—Sí, ya casi puedo diseñar el proyecto de casas y calles junto a una magnífica pradera con dieciocho hoyos que…
—No sé de qué casas me habla. Yo me refiero a la cantidad de recursos que ofrece este espacio para convertirlos en productos de consumo: caza, pesca, frutos silvestres, miel…
—A mí me parece que esto tiene pocas salidas en el mercado financiero. ¿Qué van a vender ustedes, comida envasada, preciosas casitas con jardín en la parte de atrás? —dice casi con brusquedad el señor Richman, mientras guarda su móvil y mira impaciente su reloj. House y Food se dirigen una mirada clandestina, inquisitiva.
—Y usted, señorita, está muy callada. ¿Qué piensa? —pregunta House a Sally Walker, ajena aparentemente a la conversación.
—Disculpen que no intervenga en el debate, pero es que pienso que ciertas cosas carecen de sentido.
—¿Qué quiere usted decir? —pregunta Food con gesto de perplejidad.
—Verán, en mi opinión, ustedes, cada cual a su manera, están representando a una sociedad culturalmente dominadora del entorno que le rodea. Esto viene siendo así desde hace varios siglos, y creo, estoy convencida de ello, que no debemos aspirar a ser dominadores de la naturaleza. Piénsenlo, porque es lo que están demostrando con sus comentarios. Contemplan su entorno como algo que fuera de su exclusiva propiedad, como algo que hay que controlar y vencer. Y lo que estamos logrando así es derrotarnos a nosotros mismos. Quizá debiéramos pararnos a pensar la cantidad de penurias que provocaría en mucha gente la pérdida de estos tesoros naturales que para otros suponen un tipo diferente de riquezas.
Se escuchan murmullos y carraspeos de desaprobación entre los otros.
—Fíjense que digo “derrotarnos a nosotros mismos” —continúa Sally Walker—, no derrotar a la naturaleza. No, a ella no la podremos vencer porque tiene demasiado poder y es capaz de rebelarse contra nosotros. Ya lo está haciendo y somos incapaces de reaccionar. Ustedes solo quieren acaparar, exprimir la tierra y sacarle todo el beneficio económico que puedan. Su ambición no conoce límites. Disfrazan sus proyectos con términos como “bio”, “ecológico” o “verde” con el fin de engañar a otros que, incautos, caen —caemos— en sus redes. Y si para ello han de comprar voluntades o pisotear derechos, pues…
Richman, Food y House no aciertan a articular palabra, se miran entre sí o al suelo, y callan. Sally, consciente del desconcierto que están provocando sus palabras, continúa su argumentación, tratando de evitar que se entienda como un ataque visceral.
—¿Alguno de ustedes ha padecido una grave enfermedad?
Richman se impacienta, se agita nerviosamente con ganas de cuestionar qué tiene eso que ver ahora.
—Yo tuve un infarto hace unos años —dice House, no sin cierta curiosidad por ver adonde conduce la pregunta.
—Y supongo que le llevarían a un hospital y que el médico le aconsejaría no fumar, hacer ejercicio físico, cuidar la dieta… Vamos, cambiar sus hábitos de vida.
—Bueno… —duda House, sin atreverse a admitirlo ni a reconocer que no es exactamente lo que está haciendo. Walkman comprende.
—Ya, es lo mismo que nos pasa como sociedad. Estamos en la UCI como consecuencia de una emergencia ambiental, pero no somos capaces de cambiar un estilo de vida que no se sostiene, que nada sostiene, y dejar de vivir sujetos a una visión mercantilista que contempla el entorno como algo de lo que obtener un beneficio económico. Consumo y despilfarro que nos llevan a un callejón sin salida del que no hay otra escapatoria que poner a la Naturaleza en nuestro centro de interés. Pensar que formamos parte de la comunidad de seres vivos y que dependemos unos de otros, y que, si perdemos esa relación, nos perdemos. ¿Estamos dispuestos a salir de la UCI para no volver a entrar? ¿Vamos a pensar qué podemos hacer para conseguirlo? ¿Queremos seguir adelante con menos?
La tensión se transformó en silencio. Nadie supo reaccionar ante algo tan evidente como verse formando parte de una sociedad convertida en un gigante con pies de plomo.
—No es tan difícil caminar en sentido contrario, sintiéndonos integrantes de la comunidad de seres vivos que están ahí fuera. Lo que ustedes contemplan con cierto interés financiero, a mí me inspira belleza, serenidad. Créanme, eso que ven con ánimo de sacar beneficio es una comunidad, mi comunidad, la comunidad de todos. Si creen que merece la pena, podemos hablar de los derechos de las gentes que viven en el mundo rural pisoteados por quienes solo saben apreciar un valor económico en el entorno, o quizá les interese analizar vías para lograr cero emisiones o alternativas para absorber dióxido de carbono, o tal vez podríamos comentar cosas relacionadas con el consumo sostenible. Con la Naturaleza no podemos ser ambiguos: o se está con ella o contra ella, que sería lo mismo que estar contra nosotros. Hagan la prueba y contemplen el paisaje con otra mirada, gocen de su belleza, del silencio, de los sonidos de la naturaleza. Piensen en lo que perdemos todos si perdemos esto —añade Walker señalando la panorámica—. Y si no quieren hacerlo, allá ustedes, pero permitan que otros lo hagamos.
Richman, Food y House se alejan lentamente, callados, antes incluso de que Sally Walker hubiese terminado su alegato, dejándola sola sientiendo cómo su corazón se amansa y sus sentidos despiertan mientras continúa admirando las bellezas que deja ver la Naturaleza. Ahora sí encuentra la serenidad que buscaba.