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Una ética para las nuevas generaciones

Valores

 

Queda muy bien eso de decir que somos conscientes de que nuestro estilo de vida afecta al entorno y, por extensión, a todo el planeta. Damos buena imagen cuando declaramos la guerra al plástico y vamos a la compra con nuestra bolsa de tela o papel. Creemos convencer a otros cuando hablamos de nuestra fe en el desarrollo sostenible. Y, sin embargo, no sabemos gestionar nuestras incoherencias, que nos tienen atrapados sin remedio. Analicemos, si no, nuestro uso del transporte público, nuestro consumo de energías renovables, papel o agua, nuestro sistema de calefacción, nuestro compromiso con la reducción, reutilización y reciclado de recursos, si realmente adquirimos aquello que necesitamos o nos dejamos llevar por campañas puntuales de rebajas… ¿Qué nota nos ponemos?

Probablemente la conclusión a la que lleguemos sea que nos hace falta una revisión de nuestra conducta, incidir una vez más en esos pequeños actos cotidianos que no por repetidos son menos eficaces y provechosos para el entorno del que formamos parte, queramos o no. Esta idea, la de reconocer el valor de la tierra y la vida que acoge, de asumir que la especie humana forma parte del entorno como una especie más del engranaje vital, ya fue expuesta por Aldo Leopold a mediados del siglo XX, y formó el esqueleto de lo que llamó la “ética de la tierra”, un estilo de vida del que deberíamos haber tomado posesión hace tiempo, y que desde estas líneas conviene recomendar a quienes vienen pisándonos los talones.

 

 

Seamos realistas: solo un 16,3 % de la ciudadanía tiene un interés espontáneo por los temas de ciencia y tecnología. Por debajo encontramos el medio ambiente y la ecología, que apenas despiertan el interés de un 12,9 % de los encuestados. Podríamos hablar de la afición por la literatura de naturaleza o, en general, por la lectura de libros de ecología y medio ambiente. La editorial que se atreva a publicar un libro con esta temática es verdaderamente temeraria. No obstante, sin ánimo de pecar de idealistas, aún queda gente que continúa escribiendo y divulgando iniciativas, reflexiones e ideas que tienden a reconstruir una ética destinada a influir en el compromiso de las generaciones futuras por la conservación. La ética de la tierra de Leopold continúa siendo tan relevante hoy como lo fue en su tiempo, y puede calar hondo entre una parte de la juventud actual, con la suficiente conciencia y capacitación como para comprender y asumir los desafíos ambientales que debemos afrontar.

La base es fundamental: la tierra es una comunidad y nosotros formamos parte de ella. Antes de Aldo Leopold, Alexander von Humboldt estaba convencido de que la vida era una complicada red de relaciones que actuaban unas sobre otras en el espacio. Y continuando con las reflexiones del primero, “una acción es correcta cuando tiende a preservar la integridad, la estabilidad y la belleza de la comunidad biótica. Es incorrecta cuando va en sentido contrario”. Parece sencillo, ¿no? Sin embargo, no podemos mantener la equidistancia. No hay un punto medio en lo referente a encontrar una verdadera armonía con la Naturaleza. O se está con ella o perdemos su relación. Y tampoco vale poner en práctica una ética de conveniencia. Amin Maalouf (1) dice que “hay un Mr. Hyde en cada uno de nosotros; lo importante es impedir que se den las condiciones que ese monstruo necesita para salir a la superficie”. La ética de la tierra no se logra de la noche a la mañana, mucho menos si actuamos dando bandazos o incluso tirando en dirección contraria. Maalouf trata de explicar por qué hay gente en el mundo que comete crímenes y tropelías en nombre de su lengua, su raza, su religión o sus creencias. Tal vez convendría hablar de por qué cometemos arbitrariedades con la Naturaleza y en nombre de qué absurdas razones. La ética de la tierra se va adquiriendo paso a paso, no esperando a ver qué es lo que la Naturaleza puede hacer por nosotros, sino haciendo nosotros todo lo posible por ella.

 

Fuente: nuevamujer.com

 

Estos argumentos hacen imprescindible que creamos en los pequeños gestos, esas acciones cotidianas que parecen insignificantes, pero que atesoran tanto valor. No hemos de aspirar a ser mejor que los jóvenes activistas, sino a ser mejor con ellos, entender sus reacciones irritadas, valorar sus iniciativas sin refugiarnos en el pensamiento único, modificando hábitos, si es necesario, unirnos a ellos. Si no expresamos nuestra opinión, si no reaccionamos, estamos transmitiendo un mensaje de consentimiento, aceptamos lo que nos venga. Las soluciones tienen escaso recorrido en el silencio. Se trata de reconstruir la diversidad, la función y los procesos de la tierra a lo largo del tiempo y el espacio. El problema no es que se nos acuse de desear que la Naturaleza recupere la prestancia y vivacidad que tenía en el pasado. Lo peor es percibirnos como quienes no hacen nada por lograrlo. Por eso puede hablarse de restauración, salud de la tierra y resiliencia. Si no hacemos nada, no seremos mejor que los negacionistas. Si más de 8.000 millones de personas —cifra en constante renovación— usan los recursos naturales de la tierra sin la menor actitud compensatoria, nos encontraremos pronto con un serio problema de continuidad. Aldo Leopold sí lo hizo, en su espacio y en su tiempo: cuidó el lugar que eligió para vivir, lo repobló, lo amó y murió luchando por que sus descendientes no lo perdieran.

 

(1) Maalouf, A. (2004). Identidades asesinas. Alianza, Madrid.