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Con la muerte se renueva la vida
En ocasiones, durante nuestros paseos otoñales por el monte, tenemos la oportunidad de recoger semillas de árboles y arbustos para contribuir con un sencillo gesto a la renovación de la vida. Pongamos que hemos cogido una bellota, da igual la clase de quercínea a la que pertenezca. La semilla está sana y supone una promesa de futuro; es vida a la espera de encontrar su ocasión más propicia. Depositamos esa bellota en una pequeña maceta —un simple envase de plástico o cartón nos vale— o bien directamente sobre el terreno, y nos disponemos a esperar. Al cabo de varios meses contemplaremos admirados los resultados. La vida que estaba latente se abre paso. Vida después de la vida.
Sin embargo, pocas veces puede afirmarse con menor riesgo de cometer un error que la muerte de un árbol es el comienzo de la vida de otros seres, semejantes o no. Que la muerte es la renovación de vidas, la promesa de futuros vitales. Muchas son las causas que pueden impulsar la caída de un árbol, por fuerte que sea su fuste. El tronco, mientras se ha mantenido erguido, ha sido capaz de soportar el ataque de los devoradores de madera, de heladas severas y austeros calores, de temibles tormentas y rigurosas sequías, de inclementes riadas y apocalípticos desprendimientos de tierra. Ha resistido el implacable golpe de rayos que han resecado parte de su enhiesta fisonomía provocando largas cicatrices que luego fueron aprovechadas por pájaros carpinteros y escolítidos. O una fuerte nevada ha unido su peso al de hojas y ramas incrementando así el efecto palanca que realiza el fornido y largo tronco, de modo que las raíces, por mucho que lo intenten, se muestran incapaces de sostener en pie por más tiempo al árbol.
Pero las fuerzas de la naturaleza, lejos de causar una catástrofe en el bosque, están planificando futuros impensables. Tal vez sin proponérselo, suponen una oportunidad para que el bosque se renueve y recupere su aspecto milenario. Los árboles, está claro, no viven para siempre, pero su muerte señala el inicio de otras formas vitales, tal y como ha venido sucediendo desde los orígenes de la vida vegetal, con una regeneración autónoma dentro de un ciclo interminable de crecimiento y descomposición. La madera muerta es el motor que estimula la biodiversidad con sus nutrientes, convirtiéndose en habitáculo de otros seres vivos, desde larvas y adultos de insectos y otros invertebrados a sus depredadores alados, desde hongos a pequeños plantones de otros árboles, arbustos y hierbas, desde musgos y líquenes a diminutos mamíferos.
Fértiles capas de musgo y líquenes suelen ser las primeras en cubrir la madera muerta para proporcionar un suave acomodo a otras plantas.
En sus recónditas grietas y profundos agujeros palpita la vida. Un verdadero ecosistema organiza sus redes en el seno de ese cadáver vivo. Poco a poco el bosque se transforma y continúa creciendo. Los ciclos vitales se abren y se cierran incansablemente, también el del bosque. Si le dejamos…
Un cortejo de plantones pugnan por un pequeño espacio sobre un tronco de árbol caído. En la imagen pueden apreciarse, entre otros, un abeto y un pino.
Tal vez todo esto nos permita entender la razón por la que muchos árboles de aspecto desgarbado que habitan en las cumbres montañosas, allí donde el viento azota con más fuerza o la nieve es más intensa, han tenido que aprender a protegerse y están provistos de ramas que, en lugar de crecer hacia arriba, lo hacen arqueándose hacia abajo, disminuyendo su resistencia a los elementos y las posibilidades de romperse de forma traumática.
Seguramente pensemos en los pinos albares de ramas retorcidas que acercan sus copas foliares al suelo antes que ofrecerlas imprudentemente a las alturas, en cuyo caso no se produciría el efecto de amortiguación y se desgarrarían sin remedio. No, no es un defecto de fábrica. A veces, con frecuencia, la Naturaleza sí es sabia.