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Fascinación, veneración, integración, empatía

Bosque

Recuerdo que Félix Rodríguez de la Fuente contaba que prácticamente todo el planeta era una selva antes de que el hombre decidiera intervenir en el diseño de la Naturaleza. Y no sin cierta dosis de nostalgia —y con algo de precipitación, todo hay que decirlo— repetía la mítica afirmación del griego Estrabón, que no romano, aquello de que hubo un tiempo en que una ardilla feliz podía desplazarse a lo largo de la Península Ibérica sin tocar el suelo, solo moviéndose de rama en rama a través de un bosque infinito.

En el tiempo que el hombre fue cazador y recolector, se limitó a pedirle a la Naturaleza lo que necesitaba, no más. Solo cuando aprendió a domesticar la tierra y los animales empezó a pedir a la Naturaleza más de lo que necesitaba. Admitiendo que el género Homo lleva 2,5 millones de años dejando su huella en el planeta, el periodo neolítico no pasa de ser un breve lapso de tiempo, aunque no por breve menos dañino para el entorno, especialmente para el bosque. Hagamos un sencillo ejercicio para comprenderlo mejor. Supongamos que ponemos en marcha un reloj en el momento que aparece el primer Homo. Pues bien, las sucesivas especies que se incluyen en este género han evolucionado como cazadores-recolectores hasta las 23 horas y 54 minutos del día; los seis minutos restantes transcurren desde el comienzo del Neolítico hasta la actualidad. O sea, que al ser humano le han bastado seis minutos para esquilmar los recursos naturales que se han mantenido en equilibrio durante el resto del día.

 

 

A partir del Neolítico, la frondosidad vegetal inicia su retroceso por necesidades de espacio para los cultivos y los pastos, la relación del hombre con el bosque ha estado cada vez más lejos del equilibrio y la armonía, llegando a constituir las masas forestales un verdadero estorbo, origen de no pocos males, lugar donde se ocultaban vagabundos y maleantes. Al hombre le ha costado —y aún le cuesta— mejorar el monte, usarlo preocupándose de su persistencia (1). En la actualidad estamos pidiendo a la Naturaleza recursos que seguramente no necesitamos.

De los bosques se han extraído todo tipo de recursos, pero pocas veces hemos reconocido el valor de uno de los más apreciados, el de la salud física y mental. Ofrece muchas dudas la supuesta afirmación de Estrabón, que nunca pisó suelo ibérico y escribía de oídas. Pero quedan escasas incertidumbres acerca de las bondades que proporciona un buen paseo por el bosque, sea este atlántico o mediterráneo, perenne, caducifolio o mixto.

 

 

José Antonio Corraliza, catedrático de Psicología Ambiental en la Universidad Autónoma de Madrid, sostiene que la Naturaleza en general, y el bosque en particular, genera múltiples beneficios para la mente. ¿Razones? Probablemente si decimos que el bosque es un encuentro de vidas, tendríamos poco más que añadir. La vida es inquietud, también indecisiones, por supuesto, pero el bosque restaura esas dudas e inseguridades por medio del paseo en su seno. El bosque ofrece fascinación desde el momento en que somos capaces de admirar miles de formas vitales, vidas que no vemos, pero que con toda seguridad nos observan, sabemos que están ahí. Tal vez la contemplación de lo que nos rodea provoca la sensación de olvidarnos de todo lo demás.

Un paseo por el bosque posee un importante componente de veneración, más allá del matiz místico que pueda albergar este término. Si el paseante se concentra en el asombro y recogimiento que le envuelve durante su recorrido por el bosque, no le será difícil comprender que su propia vida va más allá de sí mismo, y de ahí al incremento de la conciencia ambiental y de la responsabilidad hacia los problemas de la Naturaleza queda un plácido escalón. A poco que se logre rebasar ese leve escollo, cualquier rastro dejado por otros en el bosque, por pequeño que sea, le producirá malestar, irritación, sentimientos negativos. Lo contrario, una conducta ecológica responsable, lo da el bosque no contaminado.

Un paseo por el bosque es una invitación a sentirnos uno con la Naturaleza. Hay pocos lugares como un bosque donde podamos integrarnos con tanta fuerza con la vida que nos rodea. El viento en las copas, los sonidos de los animales, los aromas que impregnan el aire, los silencios, la vida… El mismo Rodríguez de la Fuente lo decía: “El hombre forma parte de la naturaleza. El hombre está integrado en los ecosistemas, sobre todo en los ecosistemas europeos, de viejas civilizaciones, de tal manera que es absolutamente imposible hablar de la naturaleza y de la ecología sin hablar también del hombre”.

 

 

Un paseo por el bosque nos abre la puerta a apreciar que es parte de nosotros, a sentirnos algo así como compañeros de cada uno de sus árboles, a experimentar una poderosa empatía hacia ellos. Tal vez quien lea estas líneas haya experimentado una agradable sensación de revitalización al abrazar un árbol. Tales sensaciones, fascinación, veneración, integración y empatía, refuerzan nuestro bienestar físico y mental. Más aún, estoy convencido de que el bosque nos hace mejores personas. Necesariamente seguiremos suponiendo un impacto sobre la Naturaleza, pero, al ser mejores, tal impacto será positivo y superará al negativo. Si no somos capaces de mejorar nuestra relación con el bosque, tendremos que afrontar las consecuencias de un severo déficit de Naturaleza.

 

Con el eterno reconocimiento y admiración hacia la figura de Félix Rodríguez de la Fuente, que nos dejó hace 40 años. Seguro que volveremos a encontrarle en nuestros paseos por el bosque.

 

(1) González González de Linares, V.M. Los bosques de España a lo largo de la historia. En Perlin, J. (1999). Historia de los bosques. Gaia Proyecto 2050, Madrid