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Hacedor de humus
¿Qué puede decirse del bosque que no se haya dicho ya?
Le han escrito, cantado, pintado y musicado. Y no parece que nadie haya tenido éxito completo al hacerlo, porque nadie puede mejorar lo que ya nos cuenta el propio bosque de sí mismo. El problema es saber escuchar lo que dice. Lo difícil es vivirlo, sentirlo, ser bosque, disolverse en una sola sustancia con él, reforzar nuestros vínculos con lo que nos da aire. No solo de agua vive el bosque, sino de nuestra cercanía y amistad. Cuando le damos la espalda solo demostramos nuestra ignorancia y estupidez y, sin embargo, el bosque sigue estando a nuestro lado. Como escribió Fernando Pessoa, “el verdor de los árboles es parte del rojo de mi sangre”.
Conviene recordarlo: el bosque es reservorio de biodiversidad y, por tanto, es vida. Cuna del patrimonio genético de millones de años de evolución, el bosque es mantenedor y regulador del ciclo del agua. No, en el bosque no nace el agua; el agua fue antes que el bosque. Pero si este muere, ella desaparece. Es también moderador de la temperatura, y por eso a él acuden tantas vidas en busca de abrigo y protección.
El bosque es fabricador de humus, eso que tanto nos enriquece y nos hace, pero que pisamos con tanta insolencia. Si hacemos caso a lo que afirma Joaquín Araújo, la propia palabra hombre (homo) tiene su origen en el humus, término que los antiguos latinos utilizaban para designar a la tierra fértil. Y si lo pensamos bien, somos humanos desde que salimos del bosque y aprendimos a pisar el suelo. Por eso, entrar en el bosque es volver a nuestros orígenes.
Bosque y suelo se necesitan mutuamente. El primero protege al segundo. El segundo sostiene al primero. Juntos son lo que son, no por separado. El bosque es un espacio de relaciones vitales, relaciones que nos empeñamos en mirar de soslayo, con poco interés. De ahí la obstinación de algunos por ser heraldos de sus numerosas virtudes, pregoneros de las soluciones del arbolado a tantos problemas del homo que dejó de ser humus.