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Nos hacemos falta mutuamente
“A la contemplación del árbol podría dedicar toda la vida”, decía Francisco Giner de los Ríos. Buena forma de emplear el tiempo, relajante, instructiva, favorecedora de la reflexión… Cuelquiera que haya puesto en práctica semejante actividad podría dar fe de ello. Lo normal es que lo haya hecho con la mirada hacia arriba, pues el observatorio natural del ser humano se encuentra a un puñado de centímetros del suelo. Pero hubo un tiempo en que debió contemplar al árbol encaramado en sus ramas. No es menor el detalle, por más que nos empeñemos en olvidarlo. Al contrario, solemos adoptar esos aires de grandeza que nos dan unos 2,5 millones de años de pertenencia al género Homo y casi 200.000 años como sapiens. ¿Nos damos verdadera cuenta de estar contemplando una forma de vida de extraordinaria antigüedad?
Tomo la pregunta prestada de Francis Hallé (1), que con gran claridad se ocupa de ir desgranando argumentos que deberían invitarnos a descender del pedestal de arrogancia en el que nos hemos instalado. Porque fue allá por el Devónico, hace unos 380 millones de años, cuando aparecen sobre el planeta las primeras formas arbóreas y los primeros bosques. Y ya desde ese momento comienzan a verse los efectos de su callada actividad: bajan las temperaturas, se reduce la concentración de CO2 en la atmósfera, aumentan las precipitaciones y la cantidad de oxígeno. El ser humano, por aquel entonces, ni está ni se le espera, mientras los árboles configuran el entorno para recibir a los primeros vertebrados no acuáticos, los reptiles. Luego son los dinosaurios quienes se apropian del suelo y el aire, mientras pequeños mamíferos viven en la sombra, bajo la permanente amenaza de los grandes reptiles. Algunos se atreven a subir a los árboles, donde los dinosaurios apenas tienen algo que decir. Y surgen ahí los primates, pero el hombre ni está ni se le espera. Las plantas siguen evolucionando y contribuyendo a hacer más hospitalarios unos ecosistemas aún hostiles. Aparecen así las llamadas plantas modernas, las angiospermas —no olvidemos que esto constituyó un abominable misterio para Darwin— desplazando poco a poco a las gimnospermas. Aún faltan casi 150 millones de años para la llegada del género Homo.
Las angiospermas están suficientemente preparadas para superar la extinción masiva provocada por el famoso meteorito de hace 65 millones de años, a comienzos del Terciario, y los bosques se extienden favoreciendo la diversificación de los mamíferos, que toman el relevo de los dinosaurios en todos los entornos: agua, aire y tierra. Los primates ocupan el medio arbolado, al que se han adaptado con éxito. Es el comienzo de una estrecha convivencia en la que ambas partes se necesitan. Los árboles ofrecen refugio y alimento, y los primates contribuyen con posibilidades de polinización y diseminación, algo que no hacían con las gimnospermas. Es el resultado de una historia evolutiva común que ha durado decenas de millones de años.
Se está olvidando esta relación, el ser humano se está poniendo de lado ante su propio origen arbóreo. Tal vez la adquisición de la postura erguida vino a suponer un avance evolutivo para el hombre, pero a costa de renunciar a su pasado inmediato. De ahí a no reconocer la parte del acuerdo que todavía siguen cumpliendo los árboles no hay más que un paso. En este sentido, de poco ha servido el aumento del volumen cerebral que abrió la puerta al desarrollo de una mayor inteligencia. No obstante, aún es posible tener la sensación de haber estado allí cada vez que paseamos por un bosque o abrazamos un árbol. Quizá sirva como argumento una sencilla reflexión. ¿En qué pensamos cuando tenemos un encuentro con un jabalí o un perro pastor? ¿No trataríamos de subirnos al árbol más cercano?
De modo que, si preferimos volver a los años posteriores a la publicación de El origen de las especies por Charles Darwin (1856), en que no se quería ni oír hablar de la posible ascendencia arborícola del hombre, neguemos de una vez la evidencia y abracemos finalmente el creacionismo, pero no olvidemos cuánto necesitamos a los árboles. Y ellos a nosotros.
(1) Hallé, F. (2019). Alegato por el árbol. Libros del Jata, Bilbao.