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Qué buen vasallo…

Bosque

 

Mio Çid Roy Diaz — por Burgos entróve,

en sue compaña — sessaenta pendones;

exien lo ver — migieres e varones,

burgeses e burgesas, — por las finiestras sone,

plorando de los ojos, — tanto avien el dolore.

De las sus bocas — todos dizían una razóne:

“¡Dios qué buen vassallo, — si oviesse buen señore!”

 

Cantar del Mio Cid

 

Esta mañana de febrero es gélida, húmeda y todavía persiste la bruma con la energía de la helada de anoche. Montañas de nubes se elevan sobre el valle. Habla el bosque en lo alto, mientras el camino recorre la cresta de la sierra. ¿O es el viento quien saca esos murmullos de las entrañas de la arboleda? Rumores, susurros, sí, pero con frecuencia son los únicos a los que merece la pena prestar oídos. A esta música de fondo se unen otros cánticos, esos que anuncian el comienzo de una nueva temporada. Un racimo de silencios trata de anidar en los oídos de quienes admiramos las armonías naturales. Aún anda dormida la vegetación, y caminar por un sendero en medio del bosque despierta sensaciones extrañas y agradables a un tiempo, emociones que nos invitan a girar la cabeza a nuestro alrededor y olvidarnos del suelo que pisamos. Se auguran tiempos de agitación, la misma que ya no encontraremos entre las olvidadas piedras que antaño albergaran una exposición de cultura y biodiversidad. Piedras calladas que se niegan a caer, verdaderas luchadoras en el ejército de la insurrección, muros de nostalgia y lamento de un tiempo que no volverá. Mejor para él. Peor para nosotros.

Me encuentro en una franja de bosque no lejos de una carretera transitada en esas épocas que muchos definen como “buen tiempo”, fechas en que el paisaje despliega otros encantos, distintos, no mejores, a los que ahora nos deleitan. El camino asciende hasta lo alto de la Sierra de Tragacete desde un lugar que la tradición ha nombrado como Collado de los Vasallos. Abunda este término en la zona: Vasallo de Tragacete, Hoya del Vasallo, Vasallo de Vega del Codorno, Dehesa del Vasallo, Huesas del Vasallo… Llama la atención este último nombre, que nos permite recordar lo que era una huesa, término que procede del latín fossa, esto es, una fosa o sepultura, un lugar cavado en la tierra, donde se enterraba a los muertos. Y un vasallo era una persona sujeta a la dependencia de un señor en la organización feudal, es decir, un criado, un servidor. Nos cuenta María Moliner que el término deriva del latín vassallus, este de vassus, y este del cimbro gwas, palabra utilizada en la antigua Jutlandia. Vocablos medievales que evocan una feraz tradición ganadera o que hacen referencia a la ruda orografía serrana, como hoya, en latín fovĕa, hoyo, concavidad grande del terreno, también sepultura o llanura extensa rodeada de montañas. Nuestra geografía está cuajada de hoyas.

 

 

Un pino negral herido durante la extracción de la resina nos marca la senda que desciende por el Barranco del Tío Casas. Esto de “tío” o “tía” nunca fue utilizado en la comarca serrana con fines peyorativos. Al contrario, más parecía un tratamiento de respeto dirigido a personas de cierta edad o distinción. La sierra está preñada de estos nombres: Fuente de la Tía Perra, Picón del Tío Cogote, Hoya del Tío Juan, Cueva del Tío Manolo, Vallejo del Tío Timoteo, Carboneras del Tío Taratoles, Pino del Tío Rojo… Eran tiempos en que los motes se llevaban con orgullo, no molestaban ni se decían con ánimo de molestar. Aquí los pinos emergen de la tierra con ansia incontenible de ganar luz, que es una manera de nacer sin parar. Tal vez se trate de uno de esos bosques que aspiran a la perfección, por sus interminables líneas rectas, sus perspectivas, sus contrastes. El callado y misterioso artista que pintara estos paisajes echó el resto queriendo reflejar una obra de arte que se hizo vida. Y nos lo ha puesto muy difícil a quienes hasta aquí llegamos, pues las sensaciones que provoca tal lienzo se niegan a ser transcritas.

 

 

Infinitos arbustos de boj tapizan la ladera que atraviesa la umbría trocha. Acaso sin proponérselo ocultan a nuestra indiscreta mirada multitud de formas de vida que nos estarán observando con total seguridad, algo que no nos resta un ápice de inviolabilidad. Nos sentimos aquí mucho más seguros que en el poco transparente mundo de lo cotidiano. La senda ha sido prácticamente engullida por la densa vegetación. Por momentos tenemos la impresión de estar recorriendo una selva casi virgen. El suelo de un calvero aparece más oscuro de lo normal, indicando que allí se desarrollaron trabajos de carboneo. No podemos continuar la marcha sin mirar a nuestro alrededor para hacernos una fugaz idea de cómo debió ser la vida de aquellos bravos carboneros, aliados del bosque, con acémilas y su propia soledad como única compañía más allá de sus pensamientos y proyectos, pasando días fuera del hogar, atentos a una apagada combustión de la que dependía su sustento. Percibimos la presencia de estas gentes en el sereno ambiente que nos envuelve.