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Sin árboles no hay lluvia
Si la refoestación es vital para combatir el cambio climático, no lo es menos para atraer y retener el agua. Como fieles seguidores del refrán de Santa Bárbara, solo nos acordamos de la falta de agua en época de sequía. Y lo mismo que los incendios se apagan en invierno, el agua se ahorra cuando la tenemos, no cuando carecemos de ella. Damos por hecho que el agua es un recurso básico, pero le prestamos poca atención —y soy generoso al decir “poca”, máxime cuando necesitamos tanta—.
Día a día, los científicos están descubriendo nuevos y fascinantes aspectos de cómo todo en nuestro planeta está relacionado. Esta idea, sin embargo, no es nueva. John Muir ya la expuso a finales del siglo XIX bebiendo de las fuentes intelectuales de Alexander von Humboldt. Vale, como suele decirse, todo está inventado, pero si a las novedades y propuestas de los científicos dedicáramos la mitad de atención que al móvil, por poner un ejemplo, otro gallo nos cantaría. El caso es que las circunstancias obligan a recordar que los árboles son parte integral del engranaje de nuestros ecosistemas.
Sabemos desde hace mucho tiempo que la desertificación se puede combatir con árboles. Sabemos que la vegetación ayuda a sujetar los suelos frágiles, manteniendo la tierra donde está, permitiendo que sus nutrientes se reciclen una y otra vez en el ciclo de la vida. Muchos países en rápida expansión han experimentado una desertificación repentina, después de talar a lo grande sus bosques para favorecer su industrialización y expansión económica. Sin la sombra que brindan los bosques, la temperatura del suelo aumenta, secando el suelo y acelerando el proceso de desertificación. Lugares como India y Kenia intentan ahora combatir esta situación plantando millones de árboles.
Lo que también sabemos sobradamente es que los árboles y los bosques son una gran fuente de humedad, gracias a sus propiedades evapotranspiratorias. El sudor de árbol proporciona agua tanto para la vegetación circundante como para la vida que hay a cientos de kilómetros, pues no hay fronteras para las nubes. Las nubes se mueven con el viento a nuevas regiones, y las que proceden de zonas boscosas traen más lluvia que las nacidas en zonas desérticas.
Una teoría que está comenzando a ganar fuerza en la comunidad científica es la de que los bosques anclan y atraen la lluvia para sus regiones, en lugar de simplemente servir como una fuente de humedad para el aire. Funcionan como auténticas bombas de vida. Para explicar este proceso, debemos imaginar tres zonas distintas: un desierto o estepa árida, un océano y un bosque. Pues bien, los bosques evaporan más humedad que los océanos, y los que menos evaporan son los desiertos o áreas deforestadas.
La evaporación crea zonas de aire de baja presión al reducir la temperatura del aire. Recordemos que el calor dilata la materia, lo que significa que una mayor cantidad de atmósfera se expandirá y se desplazará a un área más fría —por esta razón las calles de la ciudad proporcionan una gran corriente ascendente para que las aves puedan volar—. Esta transferencia de atmósfera de un área a otra traerá la humedad del viento a medida que se apresura a llenar áreas de baja presión. Esto significa que cualquier área que se evapore más, creando una zona de baja presión al disminuir la temperatura del aire, atraerá la humedad de las áreas adyacentes de menor evaporación.
Ahora bien, esta no es una regla infalible que se pueda aplicar en todas partes; siempre hay excepciones. Pero es un principio general. Lo que nos indica es que, en general, si tenemos un desierto junto a un océano, el océano evaporará más humedad que el desierto, y el viento soplará hacia el océano.
Si tenemos un bosque al lado de un océano, el viento soplará desde el océano y traerá la humedad con él.
Si tenemos un bosque intacto que se extiende hasta el interior continental, actúa como una bomba de vida, que mantiene constante el ciclo del agua (y la dirección del viento cargado de humedad) como un circuito de retroalimentación positiva en el interior.
Esto también significa que, si no tenemos árboles o decidimos cortarlos por completo, nos quedaremos mirando fijamente el fondo de los pantanos en la temporada de sequía, que es lo que hacemos ahora. Podría decirse que, para ganar dinero, hace falta dinero. Pues bien, para tener el agua necesaria para la reforestación, hacen falta más árboles. Si los cortamos o los quemamos, nos va a costar mucho recuperarlos. Bueno sería, por tanto, convertir los campos agrícolas abandonados en superficies forestales, ya sea con matorral o con bosque, de modo que el agua de lluvia no pasara de largo llevándose la tierra, sino que penetrara lentamente en el suelo. De esta forma, seríamos capaces de ahorrar más de 60 litros de agua por metro cuadrado. Con una serie de proyectos de restauración de este tipo se deberían ahorrar unos 90 millones de litros de agua al año.
Si esta teoría resiste la prueba del tiempo y cuenta con el visto bueno de los científicos, podría llevarnos a una comprensión más profunda de cómo conservar y proteger nuestro mundo natural. No estaría de más que tomaran nota los gobernantes.