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Somos por el bosque
Pasear por el bosque no es tan sencillo como parece. No porque vayamos a perder la orientación, que podría suceder, sino porque hacerlo bien significa dejar atrás todo aquello que nos impide gozar de una libertad a la que no estamos habituados. Para no sumergirnos en demasiados detalles, digamos simplemente que pasear por el bosque en las mejores condiciones nos obliga a desprendernos de nuestro antropomorfismo y dejarnos llevar por la inspiración de los árboles. ¿Podemos aprender algo del árbol, de su manera de estar con firmeza sobre la tierra, de su modo de relacionarse con los demás, de su capacidad de adaptarse a las condiciones del entorno? Y a partir de ahí, ¿podemos reconsiderar nuestra forma de ser, nuestro estilo de vida? Quizá observando con atención a los árboles seamos capaces de percibir sus mensajes, reflexionar y recordar que, en nuestro origen, fuimos árbol. Quizá si nos abrazamos al árbol, comprendamos que aún existen unos vínculos que nos unen, aunque ahora estemos tratando de olvidarlos y romperlos. Al pasear por el bosque reforzamos esos lazos y comprobamos que seguimos conectados a los árboles, nos reencontramos.
Vale, por los árboles somos lo que somos, los árboles nos han diseñado como especie. A modo de ejemplo, si nuestros ojos están en posición frontal, fue debido a la necesidad de contar con una visión estereoscópica que nos permitiera un mejor desplazamiento entre las ramas. Nuestros antepasados homínidos bajaron luego al suelo, al principio sin perder de vista el bosque, pues era su hábitat natural. Esto ocurrió hace unos 4 millones de años, detalle nada trivial, teniendo en cuenta que el género Homo se formó unos 2 millones de años más tarde y que los primeros homínidos datan de hace más de 20 millones de años. Pero, sin duda, en su memoria debía conservar una perdurable huella de su origen arbóreo. Echando cuentas, nuestros antepasados vivieron en los árboles cincuenta veces más de lo que lleva Homo sapiens dejando su huella sobre la Tierra. No es para que se olvide ese pasado.
En este gráfico podemos comprender la brevedad del tiempo que lleva nuestra especie sobre la Tierra, así como recordar nuestro origen arbóreo.
Dar un paseo por una arboleda, simplemente tener a los árboles al alcance de la vista, evita lo que Richard Louv llama síndrome por déficit de naturaleza, es decir, la falta de atención, el escaso sentimiento de pertenencia social, la irritabilidad o la violencia. El contacto con los árboles permite pensar de otra manera. Sencillamente, pensar, reflexionar, estar atentos al presente, tal vez porque regresa una parte del pasado, lo que favorece una mejor comprensión del mundo y una visión más positiva de la realidad. Esta es una de las razones por las que muchos hospitales se levantaron en el siglo XX rodeados de árboles. Poco después se comenzó a practicar lo que los japoneses llaman shinrin-yoku, baños de bosque. Enemigo de las prisas, el árbol es antídoto contra la precipitación, nos ayuda a controlar el tiempo, hasta desentendernos y olvidarnos de él. El árbol nos enseña el camino de la lentitud y la paciencia. Si no somos capaces de imprimir estos valores en nuestro carácter, es porque realmente no logramos entrar en contacto con los árboles, un vínculo que se establece si disponemos de la necesaria sensibilidad. Mal asunto si no resultamos agraciados por ella.
Recientemente se han introducido conceptos como arbofilia y arboterapia (1). Se refiere el primero a la sensación de felicidad y placer que despierta la contemplación de espacios arbolados, mientras que el segundo nos recuerda los beneficios que estos espacios tienen sobre nuestra salud física. Y aún hay más razones que explican la importancia de estrechar nuestros vínculos con las arboledas. Pero no nos demoremos en buscarlas. Vayamos con frecuencia al bosque y recordemos que por él somos.
(1) Tassin, J. (2019). Pensar como un árbol. Plataforma, Barcelona.