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Vidas truncadas

Bosque

 

Las copas de los árboles se agitan mezclando sus diferentes tonalidades verdes en busca de la reconfortante luz. Sostenidas por gruesos troncos que se retuercen como columnas salomónicas, despliegan generosamente su sombra, de forma indiscriminada, sobre cualquiera que anhele su cercanía. Seguro que, si pudieran hablar, reclamarían un cálido abrazo. Estos majestuosos árboles, auténticos aspirantes al Olimpo vegetal, forman un manto de continuo verde a lo largo de kilómetros y kilómetros de monte. La devastación sería apocalíptica en caso de incendio. La fuerza de la inconsciencia humana no es capaz de detener la acelerada desolación de los bosques. Cada vez quedan menos arboledas primigenias que mostrar a las generaciones venideras.

Es el corazón del Parque Natural de la Serranía de Cuenca, uno de los espacios más representativos de nuestros bosques de pino negral, que podemos admirar a pie de árbol o desde los numerosos oteros que vuelan a la altura del buitre. Estos prodigiosos balcones tienen la particular cualidad de llenar nuestros sentidos, a la vez que vierten el vacío en nuestro interior hasta dejarnos vacíos. Poseen vocación de deshacerse en serenidad mientras agitan las entrañas y despiertan vértigos acostados. Los picones dejan escuchar la interminable charla entre el bosque y la roca, entre el viento y la luz, entre el nunca y el siempre, y nos invitan a participar en el diálogo.

 

 

Aun no teniendo un carácter espectacular, salvo esos cantiles rocosos que la bordean, la Muela de la Madera es la imagen viva y enhiesta de la Serranía. Y sus bosques eran seguramente los más visitados por locales y foráneos. Eran. Hasta el incendio del año 2009. Vidas, paisajes, bellezas, silencios, equilibrios… Tantas cosas se vertieron por la acequia de la insensatez humana. No quedan muchos montes capaces de elevar los troncos que aquí aspiraban a tocar el cielo. Si de algo sirviera lamentarse, faltaría papel para hacerlo, para denunciar que se nos queman la piel y las entrañas, que habrán de transcurrir años, decenios, para volver a gozar de esos legendarios bosques, aquellos cuyas páginas fueron nuestra primera cartilla de aprendizaje, aquellos que alumbraron tantas vidas cuyas primeras cunas se trocaron en ceniza.

En sereno vecindario con este monte se encuentra el Ensanche de Las Majadas, tierra que antaño perteneció al municipio de Cuenca desde que así lo estableció Alfonso VIII. Pero en 1660 el rey Felipe IV autorizó a la ciudad la venta de esta tierra para siembra por valor de 8.500 reales, de modo que pasó a formar parte de Las Majadas como ampliación del término. No debió andar la cosa clara cuando provocó más de doscientos años de litigios entre el pueblo y la ciudad, saldándose finalmente a favor del primero. Escasos vestigios restan en la actualidad de aquella supuesta actividad agrícola, pues la mayor parte del terreno está ocupado por suelo pedregoso y bosque de pino negral. Hemos recorrido la carretera forestal que atraviesa la muela y la sensación que provoca es deprimente. Quizá las generaciones venideras alcancen a contemplar los bosques que ahora andan en proceso de regeneración en un estado similar al que a nosotros tanto nos fascinó. Serán afortunadas por ello.

 

 

Se puede conservar la Naturaleza por sus valores paisajísticos, por los recursos que obtenemos de ella, por los múltiples beneficios que proporciona a nuestra salud, por los miles de millones de personas que viven de ella en todo el mundo… Pero no cabe duda de que la conservación de la Naturaleza se reviste de un componente ético de peso significativo, y que su necesidad alberga unos principios que se sustentan sobre un cimiento ineludible, el respeto por todas las formas de vida. De modo que, si alguien nos pidiera un porqué, la respuesta bien podría ser “porque sí”, siempre que tengamos asumido ese principio básico. Tan básico es que no termina de hallar la base ética en tantas mentes.

El monte se conserva ahora salpicado de vidas truncadas. Miles de tocones salpican la tierra como tachuelas que se aferran a lo imposible. Si en este momento los vemos prácticamente inalterados por la descomposición, es porque no están destinados a usos ancestrales. Los troncos cortados casi a ras de suelo eran aprovechados antaño para la fabricación de la pez, o simplemente para extraer teas. A veces llegan microscópicas esporas o minúsculas semillas que tapizan de musgo la superficie de los tocones en descomposición o logran la improbable germinación de nuevas especies de vocación epífita. Es admirable ver cómo esta vegetación de nuevo cuño prospera en tales plataformas dejadas en completo desamparo por las motosierras, tarimas libres de sombra que miran expectantes al cielo. Algunos de estos tocones llegan a convertirse en exuberantes jardines. Otros, en cambio, más huraños, aspiran a cerrarse por no consentir la llegada de intrusos. Las hepáticas que abrazan el suelo alrededor de estas mesetas de madera inerte colonizaron la tierra, pero nunca adquirieron la capacidad de formar tallos leñosos y crecer altos. Buena parte del resto del reino vegetal lo hizo, lo que llevó a la evolución de los bosques que relegaron a estas y otras diminutas plantas a la vida en las sombras. Agachándonos aquí para examinar los microcosmos cubiertos de musgo de los tocones de los árboles, podíamos imaginar cómo se vería alguna vez un planeta sin árboles, cubierto solo por una vegetación que llegaba hasta los tobillos. Es lo que algunos desean lograr usando el fuego como herramienta.