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El arcedo de la Muela del Perdigano

Botánica

Ya en el Libro de Montería de Alfonso XI se hace referencia a la presencia de este árbol en nuestra Serranía, porque de él recogemos el topónimo Los Azerales, de Valdemeca; y más adelante conocemos el término Azres, que aparece en las relaciones de los pueblos de España mandadas hacer por Felipe II en el siglo XVI, y de ahí deriva el nombre serrano de ácere para esta especie.

Linneo encontró y describió este árbol en el entorno de la ciudad francesa de Montpellier, capital de la región de Languedoc-Rosellón, al sur del país. En la Serranía de Cuenca tenemos un bello arcedo junto a la Dehesa del Perdigano, también llamada Dehesa de los Olmos, que constituye una auténtica joya botánica, aunque lo más fácil es encontrar este árbol diseminado de forma aislada o en perfecta convivencia con otras especies caducifolias como el quejigo, el majuelo, el tilo, etc. Tampoco rehúye la compañía de pinos, encinas o sabinas. El arce de Montpellier crece en terrenos a menudo secos y pedregosos, con clara preferencia por los suelos calizos.

El arce de Montpellier es un árbol pequeño que rara vez sobrepasa los 10 metros de altura. La copa es globosa y abundante. Su madera, dura y compacta, es de muy buena calidad. Fue muy utilizada tanto en carpintería de lujo como en la fabricación de carbón, y la gente del campo fabricaba con ella los badajos de los cencerros o los tirachinas con los que los zagales probaban su puntería cazando pájaros o contra un bote.

Sus flores son poco llamativas, de color verde amarillento, pero esta carencia se contrarresta con la belleza del color pardo-escarlata que adquieren sus hojas trilobuladas con la llegada del otoño. Hasta entonces son de color verde oscuro por el haz y algo más pálido por el envés. Son caducas y tienen un largo peciolo. El atractivo color otoñal hace que se plante este arce como especie ornamental. En otras épocas se utilizaron como forraje para el ganado.

Tras florecer entre abril y mayo, los frutos maduran hacia julio y agosto. Son frutos en sámara —habría que decir mejor en doble sámara o disámara, porque se disponen por parejas—, esto es, provistos de dos alas casi paralelas que se separan en la madurez y facilitan el desplazamiento de la semilla a merced del viento. Las semillas se encuentran en un extremo. Resiste bien la sequía y los rigores del invierno. Su crecimiento es lento y alcanza una gran longevidad (hasta unos 100 años). Se multiplica fácilmente por semillas.

Visitar y recorrer el arcedo de la Muela del Perdigano en otoño, asomarse al vacío abierto por el río Trabaque en sus primeros metros, es una ocasión inmejorable para tonificar los sentidos, porque el paseo pone a nuestro alcance una maravillosa combinación de luz, color, sonidos, silencios y olores que abren el camino a una curiosa dolencia provocada por la belleza. Pero de esto hablaremos en otro momento.