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Flores de invierno

Botánica

La primavera no tiene el monopolio de la floración. Ni siquiera el verano o el otoño comparten ese privilegio. La Naturaleza, que para esto y otras tantas cosas no entiende de estaciones, permite que en invierno sigamos disfrutando de flores, aunque, eso sí, su librea no sea tan atractiva a nuestros ojos. No obstante, recordemos que, en este sentido, los conceptos de hermosura y fealdad tampoco tienen sentido al natural, sino solo a nuestro parecer.

El caso es que son muchas, más de las que nos pensamos, las plantas a las que les da por florecer en plena invernada, y no es difícil apreciarlas en nuestras caminatas. Pongamos algunos ejemplos. Muy empleada en repoblaciones ha sido siempre la arizónica o ciprés de Arizona (Cupresus arizonica Greene), cuyas hojas de color verde azulado o gris azulado, con suave aroma a pomelo, se distinguen fácilmente de las de su pariente el ciprés común (C. sempervirens L.), de color verde oscuro y sin aroma.

Inflorescencias de ciprés de Arizona.

 

El madroño (Arbutus unedo L.) tiene la osadía de florecer en estos meses fríos a la vez que nos obsequia con sus frutos escarlatas, que conocemos como madroñas y nos deleitan el paladar con su sabor tan parecido al de muchas personas: áspero por fuera y dulce por dentro. Pero a este arbusto y a las propiedades embriagadoras de su fruto ya dedicamos nuestra atención, de modo que la prestaremos a otras especies.

Madroño.

 

Como el avellano (Corylus avellana L.), con amplia representación en los bosques umbrosos y húmedos de la Serranía. Las varas de avellano fueron muy apreciadas por los pastores de la trashumancia que llegaban desde el sur con sus ganados para aprovechar los pastos de verano. Cuando regresaban a sus tierras, llevaban esas varas a los olivareros andaluces y extremeños, que las utilizaban para varear la aceituna. Las flores masculinas son unos amentos colgantes de color amarillo pálido poco vistoso y de unos 5-12 cm de largo. Las femeninas son menos visibles, prácticamente se ocultan en las yemas, y de ellas surgen los estilos de color rojo brillante.

Inflorescencias masculinas de avellano.

 

El romero (Rosmarinus officinalis L.) es de esas plantas que podemos encontrar en flor durante todo el invierno. El nombre genérico del romero significa “rocío marino”, y hace referencia a su fragancia. Las flores pueden ser de color azul claro, rosas o blanquecinas, y proporcionan un rico néctar que aprovechan de forma eficaz las abejas.

 

En febrero empezará a florecer el álamo blanco (Populus alba L.), un árbol que podría igualar la altura del Puente de San Pablo, alcanza 3 metros de diámetro en la base y una edad de más de 100 años. Es uno de esos árboles que forman los bosques de ribera o galería y, como dice Antonio Machado, “copian el agua del río”. Su pariente cercano, el álamo negro (P. nigra L.) no le andará a la zaga.

Inflorescencias masculinas de álamo blanco.

 

También lo hará el boj (Buxus sempervirens L.), arbusto por excelencia de la Serranía, de una madera dura como pocas. Las flores no resaltan especialmente puesto que son de pequeño tamaño, pero desprenden un fuerte olor característico. Posiblemente algunos lectores recuerden la curiosa historia de los abatidos búhos que hacía referencia a la peculiar forma del fruto del boj.

 

Febrero también será el mes del tejo (Taxus baccata L.) y las sabinas: negral (Juniperus thurifera L.), albar (J. phoenicea L.) y rastrera (J. sabina L.). Estas especies son dioicas, lo que demuestra su antigüedad. Baste decir que ya existían sus familias antes de los dinosaurios. Son plantas de crecimiento muy lento, lo que les proporciona una gran longevidad. Pero también son de difícil germinación, por lo que se encuentran en clara regresión.

Inflorescencia masculina y gálbulos de la sabina negral.

 

Si nos movemos por terrenos de arenisca, veremos diversas clases de brezo en flor dando color a los matorrales más bien secos que por allí dominan. El biércol (Calluna vulgaris (L.) Hull), el brezo blanco (Erica arborea L.), el brezo rubio (E. australis L.) o el brezo ceniciento (E. cinerea L.) son los más abundantes en nuestra Serranía.

Biércol

 

Desde ahora hasta bien entrado el verano tendremos ocasión de ver y acaso pisotear e ignorar por abundante al vulgar diente de león (Taraxacum officinale Weber et Wiggers). Tal vez debiéramos tener algo más de cuidado con esta hierba, pues ya su apellido científico nos indica su ancestral uso en medicina por sus propiedades hepáticas, antirreumáticas y diuréticas, entre otras. Mucha gente consume sus flores y hojas en ensalada. En fin, son tantas cosas las que se pueden decir de este hierbajo que tal vez habría que dedicarle una atención especial.

 

Y al finalizar el invierno veremos, aunque no resulte fácil apreciar, la flor del muérdago (Viscum album L.), que también pasó por estas páginas bajo la apariencia de una escoba de rayos, o del eléboro (Helleborus viridis Aiton), la hepática (Hepatica nobilis Schreb.) o los nazarenos (Muscari neglectum Guss. ex Ten.). Seguro que me dejo muchas plantas sin citar, pero esta breve representación puede servirnos para caminar más atentos a lo que nos rodea. Merece la pena.