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Un sencillo árbol para todos
La encina es el árbol más característico de España, presente en otro tiempo en gran parte de la península, y no lo digo por la famosa leyenda de la ardilla. Quizá por ello ha merecido nuestra atención en otras entradas. Nuestro país es el primero en superficie ocupada por la encina. Si no fuera porque no pisa suelo canario y es muy escaso en tierras gallegas, bien podríamos adjudicarle el título honorífico de árbol nacional. En todo caso, tenemos aquí una ocasión para conocerlo mejor.
Es un árbol de crecimiento lento, pero con gran vitalidad: puede rebrotar vigorosamente tras un incendio o una fuerte sequía gracias a sus poderosas raíces (al principio echa una fuerte raíz pivotante, que luego da lugar a raíces secundarias desarrolladas y otras superficiales, de las que brotan renuevos). Una plántula de unos 15 cm puede tener una raíz central de unos 40-50 cm en terreno mullido. El gran entramado de estas raíces les otorga el apelativo de “matas de cadeneta”.
La encina es uno de esos árboles que no necesitan impresionar a nadie y por eso, cuando llega el momento de la reproducción, se viste de forma bastante puritana, poco llamativa, con flores sencillas, algo sosas incluso. No es dada, por tanto, a participar en ese festival de color, olor y sabor que exhiben otras muchas flores de su entorno. Para repartir su carga genética cuenta con la inestimable colaboración del viento, que nunca falla a la cita. Pero esto tiene una contrapartida: mientras los insectos entregan sus paquetes de polen a domicilio, el viento lo dispersa sin preocuparse de quién sea su destinatario, que bien puede ser otra flor o las sufridas narices de los alérgicos o asmáticos. En todo este proceso de conservación se pierde precisión.
Así pues, las plantas asociadas con el viento, como la encina y otras quercíneas, los pinos o los arces, deben fabricar una enorme cantidad de polen si quieren asegurarse un razonable porcentaje de éxito, y aún así, la mayor parte del polen se perderá. Es conocido el dicho “encina con mucho moco, da poco”. El “moco” se refiere a los amentos masculinos. Es fácil entender que, si predominan las inflorescencias masculinas, ello irá en detrimento de las femeninas, que son las que darán fruto.
Inflorescencias masculinas
Como no está para perder recursos reproductivos, ahí va otra curiosidad de la flor masculina. Viene a ser como una especie de cuenco formado por 3-7 sépalos pubescentes y verdosos que sostienen un número variable de estambres. Estas flores diminutas se reúnen en amentos colgantes, de forma que quedan mirando hacia el suelo. Es probable que así eviten la pérdida de polen arrastrado por la lluvia.
La encina comienza a dar bellota pronto, a los 8-10 años, y ya podemos hablar de cosecha a los 15-20 años. Se trata, no obstante, de una especie vecera en climas fríos, esto es, que en un año dará mucho fruto y en otro poco. Si la vecería de una encina es larga, es decir, si pasa mucho tiempo entre una alta producción y otra, hablamos de una encina descastada. En climas cálidos o templados suele dar buenos frutos cada año, por lo que decimos que es cadañera.
Bellotas de quejigo (Quercus faginea)
La encina y su pariente cercano el quejigo pueden alcanzar un desarrollo magnífico y una longevidad que difícilmente se logran en un bosque cerrado. En nuestro entorno encontramos singulares ejemplos de ello: la carrasca del Monte Chico (Mota del Cuervo), el roble de Cabrejas (Abia de la Obispalía), el Dios de Pajares (Pajares), La encina de D. Juan Alonso (Sisante), las carrascas de Villaverde y Pasaconsol o la carrasca de la Virgen (San Clemente), entre otros.
Carrasca del Monte Chico (Mota del Cuervo)
Pero esta explotación del monte ha exigido su compensación. Y es que las dehesas se han roturado tradicionalmente para extraer la máxima fertilidad en el mínimo tiempo, dejando ya de lado todos los productos que podrían obtenerse de este medio (madera, leña, alimento para el ganado). Se ha producido así una enorme pérdida de fertilidad acumulada durante cientos de años, la hojarasca desaparece con rapidez y el suelo pierde la posibilidad de nuevos aportes orgánicos. Cuando empieza a labrarse este suelo, se rompe su estructura, se lavan los nutrientes, se incrementa la insolación y comienza el proceso de erosión. Ya lo dice el proverbio árabe: “Si tienes tu mano abierta con la arena del desierto, cogerás muchos granos; si cierras el puño para poseerla, casi toda resbalará entre tus dedos.”