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Jóvenes científicos BLV

Ciencia

Es un prestigioso y varias veces laureado científico de nuestro tiempo, mirmecólogo, para ser exactos. Quienes tienen la paciencia de leer estos artículos ya lo deben conocer, porque para mí es uno de esos gigantes a cuyos hombros debemos encaramarnos si queremos aprender sobre los copiosos e interesantes misterios que atesora la Naturaleza. Es Edward O. Wilson, que ha dedicado su tiempo y su pluma a aconsejar a los jóvenes futuros científicos, a contarles lo que deben saber para abrirse camino en el complicado mundo de la ciencia. Así nació Cartas a un joven científico (Debate, 2014).

En este libro llama la atención el profesor Wilson sobre uno de esos pequeños detalles que observó en uno de sus numerosos viajes por todo el mundo. Se encontraba en el archipiélago de Nueva Caledonia, al este de Australia, cuando se dio cuenta de que había una especie de hormiga, la hormiga de fuego, originaria de Sudamérica, que había llegado a esas islas y estaba empezando a representar una seria amenaza para las especies autóctonas. La hormiga de fuego se había introducido accidentalmente en la pequeña isla Île des Pins en unos cargamentos procedentes de Nueva Caledonia, llegando a apoderarse de sus bosques y destruyendo a los invertebrados nativos.

 

Ni es nuevo ni localizado en ciertos puntos del planeta. El problema de las especies invasoras se ha extendido por doquier. Es lo malo que tiene eso de la globalización, que los beneficios se los quedan unos cuantos, pero los perjuicios se reparten con minucioso celo. Algún día tendremos que prestar atención a este asunto, pero adelantemos algunos detalles. La web del ministerio que dice entender de medio ambiente habla de casos como el mejillón cebra, el mapache o el caracol manzana, y la Ley 42/2007, del Patrimonio Natural y de la Biodiversidad, define una especie invasora como “aquella que se introduce o establece en un ecosistema o hábitat natural o seminatural y que es un agente de cambio y amenaza para la diversidad biológica nativa, ya sea por su comportamiento invasor, o por el riesgo de contaminación genética”.

Esta misma Ley prohíbe la introducción de especies invasoras, pero el catálogo está plagado de algas, flora, invertebrados y vertebrados de toda clase. Y cuando consiguen naturalizarse pueden provocar impactos con importantes consecuencias ambientales, sanitarias y económicas. Depredación, competencia por el territorio y los recursos, hibridación, cambios en los ecosistemas, introducción de enfermedades y parásitos, dispendios económicos… ¿Hace falta seguir?

 

Como siempre que se nos plantea un problema, nos paramos a pensar en la solución, al menos aquella parte de la población que se ve directa o indirectamente afectada por él. En este punto habría que partir de la educación, la divulgación de las características de la especie invasora en cuestión y de las consecuencias de su introducción en un entorno que no es el suyo. No es cuestión de extender el miedo, sino de sensibilizar sobre esas secuelas. Esta primera formación tendría que ir destinada no solo a la población en general, sino también a los especialistas dedicados al comercio de animales de compañía: los importadores, los distribuidores, las tiendas, los veterinarios, los productores.

¿Realmente hay motivos para preocuparse? Edward O. Wilson nos recuerda lo siguiente: “El número de especies invasoras de plantas y animales, entre las que se cuentan mosquitos y moscas portadores de enfermedades, termes que destruyen casas, malas hierbas que sustituyen a las plantas de los pastos, y enemigos de faunas y floras nativas, está creciendo de manera exponencial en todos los países. Las especies invasoras son la segunda causa más importante de extinción de las especies nativas, superadas solo por la destrucción de los hábitats debido a las actividades humanas.”

Confieso que, al leer esto, me he preguntado si lo que debe asustarnos son los daños de las especies invasoras o las consecuencias de nuestra estupidez. Pero ¿por qué esperar a que surja el problema? ¿No sería mejor adoptar medidas preventivas? Aquí habría que hablar de la inversión en investigación, ciencia y tecnología. El profesor Wilson añade que “descubrir más detalles de la gran amenaza de las invasiones, y encontrar soluciones antes de que alcancen niveles catastróficos, requerirá mucha más ciencia y tecnología basada en la ciencia que la que ahora poseemos [¿es posible que estuviera mirando a España cuando escribió esto?]. La humanidad necesita más expertos que tengan la pasión y la amplitud de conocimientos para saber qué es lo que hay que buscar, para empezar.”

 

En diciembre de 2017 se hablaba en la prensa sobre el colapso de la ciencia en España. El texto venía ilustrado con la imagen de alguien que parecía esforzarse por demostrar su enorme interés por el trabajo de un joven científico. Pero quien no tuviera el cuajo de creerse la escena, podría imaginarse a ese señor haciendo gala de sus dotes de falso modelo, mal imitador, artificial, simulado, anhelando terminar la representación. Y a ese joven científico que, como tantos otros, bien preparados y con ganas de abrirse camino, probablemente se verá obligado a salir con sus maletas llenas de proyectos y desengaños porque en este país se les ha hecho lo que bien podría llamarse un BLV, un “búscate la vida”. No debería extrañarnos que gente con criterio haga comentarios tan atinados como el emitido en la Cadena SER el pasado 27 de diciembre.

España archiva en su historia cierta experiencia en echar a la gente. Los judíos a finales del siglo XV; los moriscos por dos veces, a principios del siglo XVI y en los primeros años del XVII; los jesuitas a mediados del siglo XVIII… Cuando nos ponemos a hacer limpieza étnica o intelectual, enarbolamos con orgullo la marca España. Ahora toca expulsar a los científicos, una nueva tragedia —¿o habrá quien se lo apunte como mérito?—. Bueno, seamos benévolos, tal vez se trate de una amable invitación a conocer mundo y abrir fronteras mentales. “No te digo que te vayas, pero ¿qué haces aquí?”, parecen sugerir. Alguna lumbrera llamó a esto “movilidad exterior”. ¿Quiere eso decir que los científicos no tienen que viajar? No. ¿Que no deben formarse o compartir conocimientos con otros? En absoluto, como tampoco deben dejar de venir científicos extranjeros, siempre que haya un saldo equilibrado, que quede la puerta abierta para el regreso en uno y otro sentido. A ver cuándo nos entra la cultura de investigación y dejamos de ser cortoplacistas. A ver si entendemos de una vez que un país no hace ciencia porque es rico, sino que es rico porque hace ciencia. Sin ciencia no hay cultura ni desarrollo.