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Divulgar la naturaleza

Divulgación

Aldo Leopold era ingeniero forestal y ecólogo, de esos que levantan los cimientos del pensamiento ecologista, especialmente en lo que se refiere a las relaciones que debe haber entre nosotros y la Naturaleza. Leopold nos cuenta lo siguiente (1):

“Hay mucha charla y cotilleo vecinal entre los pinos. Prestando atención a esa charla, me entero de lo que ha pasado durante la semana, cuando estoy en la ciudad. Así, en marzo, cuando los ciervos suelen pacer entre los pinos blancos, la altura del ramoneo me dice lo hambrientos que estaban. A un ciervo repleto de maíz le da demasiada pereza probar ramas que estén a más de cuatro pies sobre el suelo; uno con hambre de verdad se alza sobre las patas traseras y come hasta una altura de ocho pies. Así conozco el estatus gastronómico de los ciervos, sin verlos, y me entero, sin ir a su campo, si mi vecino ha acarreado sus tresnales.”

Esto, y no otra cosa, es interpretar la naturaleza.

 

La energía que nos mueve en esta tarea tan edificante y agradecida es el afán de conocer. El conocimiento fue lo que empujó a gente como Cristóbal Colón a encontrarse con las costas de América, aunque luego resultara ser un conocimiento erróneo. El conocimiento fue el motor que movió la nave de James Cook para llegar a las islas del Pacífico sur, incluyendo Australia. El conocimiento fue la energía que llevó a Charles Darwin a pasar varios años fuera de su hogar y su familia hasta encontrar las respuestas a sus preguntas sobre el origen de las especies. El conocimiento fue también el nexo de unión entre los grandes exploradores que ha dado la historia que, como Lewis y Clark, se lanzaron a lo desconocido para rescatar nuevas tierras de lo ignoto.

Así es como un apasionado de la Naturaleza se aventura cada vez que se sumerge en un bosque, recorre un valle, escala una montaña o vadea un río. Su energía, su exclusivo motor es el mero afán por conocer las cosas que le rodean, la vida que le envuelve, para luego, si le interesa la divulgación, traducirlo a un lenguaje comprensible por todos. Y para ello es esencial saber interpretar los códigos de la Naturaleza. Llegados a este punto se nos plantea la cuestión de cómo trasladar a los demás el conocimiento al que tal vez hemos llegado. El asunto no es nada trivial, pues hay tantos misterios por descubrir, tantos secretos por desvelar, tantas curiosidades que satisfacer… Y dependiendo de cómo se haga podrán abrirse muchas puertas o cerrarse todas las salidas. Vaya por delante que si me atrevo a abordar el tema no es porque nadie me haya otorgado el honorífico título de experto en la materia, pues me encuentro en pleno —y perpetuo— aprendizaje, lo que, por otra parte, no hace sino responder a mi pertinaz búsqueda del conocimiento.

 

Empecemos por el lenguaje más apropiado para tamaña empresa. Se trata, nada menos, que de allanar el camino para que la Naturaleza —a cuyo conocimiento se llega por medio de la curiosidad, la observación y las ciencias— sea accesible para todos los públicos. Hablamos de transformar el lenguaje de la Naturaleza, a veces tan farragoso y lejano, en algo comprensible por todos, sin llegar al sensacionalismo, la vulgaridad, lo superficial, lo frívolo, lo jocoso u ordinario, sin abandonar la seriedad con que deben tratarse los temas, apoyándose en fuentes fiables. El reto —difícil— consiste en lograr la proximidad entre el mensaje y su lector, con un lenguaje claro, conciso y preciso (2), sin asumir que todo el mundo sabe de qué se escribe. Claridad para que el mensaje sea comprensible, pues de lo contrario habría confusión y ambigüedad. Concisión utilizando las palabras justas para expresar una idea y evitar la verborrea. Precisión para decir lo que se quiere decir, pues lo contrario sería vaguedad y generaría incertidumbre.

Y para lograrlo se pueden emplear algunas estrategias que suelen proporcionar resultados satisfactorios. Por ejemplo, recurrir a lo inusual, a lo extraño (3). ¿Por qué no se han de incluir elementos anómalos? No se trata de inventarlos, sino de aclararlos en un lenguaje llano, diáfano. Habrá quien diga que la Naturaleza es cosa seria, pero ¿deja de serlo por el hecho de ser comprendida por la mayoría? El objetivo, al fin y al cabo, es informar, instruir a la persona que vaya a leer nuestro escrito, serle útil, aportar valor y contenido. Es una forma de compartir nuestro conocimiento de modo altruista. Mi admirado David Attenborough sostiene que el hecho de incluir ejemplos de comportamiento extraño no invalida el contenido científico del mensaje y, por tanto, es un instrumento perfectamente legítimo.

 

Otra estrategia de divulgación es acudir al terreno de la experiencia cotidiana por medio de sencillas demostraciones. Por ejemplo, si hemos de revelar cómo las plantas transpiran parte del agua que han tomado del suelo o la atmósfera, tenemos dos caminos: o nos liamos a entretejer incomprensibles fórmulas químicas para ver que al final sale H2O como resultado, o proponemos el sencillo experimento de la maceta envuelta en plástico y observar lo que pasa. Si yo fuera el destinatario del artículo, no tendría duda sobre qué camino elegir. Entre el texto y su destinatario puede llegar a entablarse un verdadero diálogo. Se hace más a menudo de lo que pensamos. El mensaje plantea cuestiones que probablemente se hallen latentes en la mente de quien lee, y a continuación se va desvelando la respuesta. Como dice Attenborough al referirse a sus afamados documentales, “la ciencia [sustitúyase si se prefiere por “Naturaleza”] es interesante porque formula una pregunta y el espectador quiere ver cuál es la secuencia de hechos que finalmente le llevará hasta la respuesta”. Un relato puede estar repleto de preguntas: ¿Cómo se comunican entre sí los animales de la misma especie? ¿Por qué algunas plantas se alimentan de insectos? ¿Cómo es posible encontrar fósiles de animales acuáticos en las cumbres más elevadas? De modo que un artículo de divulgación está formado por una sucesión de preguntas y respuestas.

La divulgación de la Naturaleza puede convertirse en un relato de ficción, una historia con la tradicional estructura de introducción, nudo y desenlace, una exposición dotada de suspense. Este recurso es relativamente habitual en los documentales televisivos, en los que el narrador reviste su crónica con una entonación que atrae al espectador, a la vez que las imágenes se van sucediendo como si de un thriller se tratase. Aquí el equipo de personas que construye el relato debe poseer una técnica depurada si no quiere que el público se aburra o se duerma. En el caso de un escrito de divulgación también podría hacerse, pero se me antoja más arriesgado —imprudente, complicado, temerario, aventurado… se me acaban los calificativos—. Yo, al menos, no creo que vaya a emprender semejante hazaña. No sé si en la próxima vida…

 

Queda una estrategia, que sin habérselo propuesto antes, ya ha circulado por esta ventana que aspira a ser divulgativa, es evitar el antropomorfismo. El término va más allá de atribuir cualidades humanas a animales u objetos. Se trata sobre todo de contemplar todo lo que pasa en la Naturaleza con criterios y valores humanos. Algo es bueno o malo, hermoso o grotesco, si lo es para nosotros. Un sencillo ejemplo. En cierta ocasión hablaba a otras personas sobre las inflorescencias masculinas del pino, y dije algo parecido a que no eran atractivas para los insectos y, por tanto, se polinizaban gracias al viento. Alguien me hizo un aparte para corregirme: “Lo que a ti te parece feo, a otra persona puede parecerle bonito. La belleza es una cualidad muy personal”. ¡Cuánta razón tenía! Además, ¿quién soy yo para decidir lo que es bonito para un insecto? Ahora comprendo que estaba cayendo en las garras del antropomorfismo. La Naturaleza está cuajada de escenas y conflictos que a menudo nos hacen calificarlos de crueles, horribles, dramáticos, sangrientos… ¿Acaso no es brutal la muerte de una inocente presa bajo las garras y colmillos de un feroz depredador? Al plantear la pregunta vuelvo a ser víctima —esta vez intencionada— del antropocentrismo. ¿Por qué uno es inocente y feroz el otro? ¿No se trata más bien de supervivencia? ¿No está cumpliendo cada uno su papel en el ecosistema? Como dice el genial David Attenborough, “lo que pretenden es seguir vivas y transmitir sus genes a la siguiente generación. Eso es sencillamente la vida” (2).

Divulgar la Naturaleza no consiste en contar qué bonita es, cuántos beneficios nos aporta y todo eso. Debe ante todo acortar la distancia —a veces demasiado larga— entre ella y nosotros. Y para eso el lenguaje debe transformarse, evolucionar, dejarse atrapar para atrapar al público destinatario, sin dejarse llevar por intenciones comerciales o propósitos alejados de la verdad, objetivo que solo será logrado si se deja entender.

Se entiende, ¿no? Pues, objetivo cumplido.

 

(1) Leopold, A. (2005). Una ética de la Tierra, Los Libros de la Catarata, Madrid

(2) Méndez Iglesias, M. (2010). Cómo escribir artículos científicos, Tundra Ediciones, Valencia

(3) León, B. y otros. (2016). Conversaciones con David Attenborough, Confluencias, Almería