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Equilibrada asociación
Es posible que hablar de una sociedad cooperativa en la naturaleza salvaje nos resulte ciertamente extraño, aún más si nos referimos al acuerdo alcanzado por los hongos y los árboles. Pero ya lo veníamos advirtiendo desde hace mucho tiempo: nuestra capacidad de asombro es casi ilimitada, no tanto como las posibilidades que atesora la vida. Sabemos por Stefano Mancuso que las plantas están dotadas de sentidos y son capaces de tener vida social, no solo entre miembros de la misma especie, me refiero a una comunicación interespecífica, y que tal relación se establece por medio de toda su estructura, incluyendo las raíces.
Pensemos ahora en un hongo, pero no en eso que recolectamos de modo insensato con excesiva frecuencia, que no pasa de ser el cuerpo fructífero del hongo. Recordemos que un hongo es un ser vivo que ha merecido un reino propio, pues no puede encuadrarse entre las plantas ni los animales, y que está formado por un complicado conjunto de filamentos pluricelulares conocido como micelio. Algo así como una densa red de hilos que se extiende por el subsuelo hasta alcanzar dimensiones gigantescas. Peter Wohlleben (1) cuenta que el ejemplar más grande hallado hasta ahora vive en el Malheur National Forest de Estados Unidos, con una superficie de nueve kilómetros cuadrados, un peso de 600 toneladas y ya soplando varios miles de velitas en cada cumpleaños. Si alguien ha visto una ballena azul —el animal más grande del mundo—, podrá hacerse una idea de estas dimensiones —algunos necesitamos calculadora—: este hongo podría servir de mantel para unas 30.000 ballenas y pesaría tanto como cuatro de estos gigantescos mamíferos.
Micelio de champiñón (Fuente: Creative Commons)
Bueno, el caso es que este micelio fúngico se encarga de prestar un servicio de gran valor para los árboles sirviendo de canal para transmitir mensajes de todo calado: que si un ataque de insectos por aquí, una sequía por allá… A cambio, el hongo solo pide un aporte de energía, que se traduce en una parte de la producción vegetal en forma de azúcares, un tercio del total. Las matemáticas nos dicen que esto es algo más del 30% del rendimiento laboral del árbol, y tal aportación no supone merma alguna para su desarrollo. Y pensar que la pobreza en el mundo se borraría del mapa con solo el 0,7% del PIB de los países ricos…
La pregunta que surge en este punto es sencilla: ¿Por qué los cuerpos fructíferos de los hongos se concentran en esta época otoñal y no en primavera o verano? La respuesta es también sencilla: en primavera y verano se produce el máximo desarrollo de las plantas y requieren el máximo de recursos nutritivos. Esto significa que consumen la mayor parte de los azúcares que producen en la fotosíntesis para formar las hojas, las nuevas ramas, las flores y los frutos. Deben, además, acumular reservas para la época fría, que es cuando pueden donar graciosamente los excedentes a sus socios subterráneos. Cuando termina el crecimiento de las plantas empieza el de los hongos.
“Hay que decir que, con respecto a los árboles, no se comporta muy respetuosamente, porque los mata para obtener nutrientes”, dice Wohlleben del hongo. Me cuesta trabajo estar de acuerdo con esta afirmación, similar a lo que algunos cuentan erróneamente del buitre. Los hongos no matan, aprovechan la materia muerta de otros seres vivos para nutrirse, limpiando el entorno de lo que se está descomponiendo. Son, por tanto, unos eficaces descomponedores que ofrecen un notable servicio de limpieza que bien vale ese 30 % de azúcar abonado por los árboles. Si pensáramos en los hongos como en unos temibles matadores, no me atrevo a poner un calificativo a los depredadores carnívoros. Y del ser humano, mejor no hablamos.
(1) Wohlleben, P. (2018). El bosque. Instrucciones de uso. Obelisco, Barcelona.