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La multiplicación de las especies

Divulgación

Tratar de un asunto como la procreación supone partir de la constatación de una premisa básica: para la inmensa mayoría de los seres vivos es necesaria la participación activa de dos sexos. Tal vez pueda parecer esto una perogrullada, pero no lo es tanto a la vista de que otras especies, como las esponjas, los erizos de mar, las medusas o los corales, se multiplican sin sacar a relucir unos atributos sexuales determinados. Probablemente el divulgador científico Stephen Jay Gould discutiría abiertamente esta afirmación con el ejemplo de los himenópteros —hormigas, abejas y avispas entre ellos—, que en algún momento de su desarrollo son capaces de producir descendencia sin el concurso de los machos, como cuenta en Dientes de gallina y dedos de caballo (RBA, 1995).

Dicho esto, cabe reconocer el papel destacado que desempeña la hembra en la operación de multiplicar la especie y en el cuidado de la prole. Reconozcamos en este punto que hay especies en las que el macho lleva la voz cantante, como el caballito de mar o algunos peces que albergan a sus descendientes en la boca. E incluso hay especies de animales que se desentienden totalmente tras la puesta o el nacimiento. Pero es la hembra en la mayoría de los casos la que asume esa responsabilidad. El macho, a veces, solo se limita a aportar unas pequeñas células dotadas de un mecanismo de desplazamiento y que portan poco más que ADN. ¿Es esta la misión del macho? ¿Realmente es necesario el macho? Quién sabe si no será esto lo que se pregunte la hembra de la mantis religiosa, que, como hacen otras entre los invertebrados, devora al macho tras la cópula.

La respuesta a esta pregunta está en la propia Naturaleza, en la evolución de las especies. Ni a la mantis religiosa ni a la hembra de elefante les interesa una copia exacta de sí mismas, sino que exista una variación que evite el fracaso de la selección natural. Si no hubiera variación genética, no funcionaría la evolución, que es ante todo una lucha entre individuos por transferir sus genes a las sucesivas generaciones. Por eso es necesario que el macho ande rondando a la hembra, aunque luego se desentienda de la prole. Y si ronda y pelea por la hembra, no es pensando en el beneficio de su especie, sino en la perpetuación de sí mismo.

Ahora viene otra cuestión que en esto de la continuidad sí importa: la del tamaño... de los individuos participantes. En la mayor parte de los mamíferos, incluido el hombre, el macho es más grande que la hembra porque requiere un mayor volumen para exhibir sus atributos y mayor masa muscular para enfrentarse a sus adversarios. Pero esto, como digo, no es la norma general, lo que parece deberse a estrategias circunstanciales de determinadas especies.

En aquellas en las que no es necesario luchar por ganar a la hembra, o cuando el medio ofrece al macho una vía para transportar sus genes, la hembra es más grande que el macho, ya que este es un simple transmisor que se sirve de la hembra para perpetuarse. Esto sucede especialmente entre los invertebrados y los peces, que es como decir que es lo más habitual en la Naturaleza. En estos casos, el macho encuentra a la hembra a través de estímulos olfativos, estrategia que sigue funcionando en otras muchas clases de animales más desarrolladas. Otras hembras incluso recurren a convertirse en auténticos semáforos vivientes, emitiendo una luz que resulta especialmente visible en entornos abisales.

Algunas aves están dotadas de vistosos colores para llamar la atención de sus congéneres y facilitar su relación social y la función reproductora. Aunque, por otro lado, también deben procurar pasar desapercibidos ante los ojos de sus predadores. Pensemos, por ejemplo, en cualquier avecilla como un jilguero, un petirrojo, un carbonero o un herrerillo. ¿Alguna vez nos hemos preguntado por qué son bonitos? Cuando toca buscar pareja, lejos de conformarse con un plumaje llamativo, utilizan el canto para señalar su territorio o tratar de arrebatárselo a un competidor. Sin embargo, al acercarse el predador deja de cantar y trata de ocultar su colorida librea mostrando aquellas plumas que lo confunden con el entorno.

Carbonero común

 

Es igualmente interesante analizar la reproducción de las especies según se traten de predadores o presas. ¿Puede interesar a un predador tener una camada numerosa? Lo más probable es que no, teniendo en cuenta que cada miembro de su prole se va a convertir en competidor de los padres o que los recursos de su entorno sean más bien escasos. En cambio, las camadas de un animal de presa suelen ser numerosas para garantizar un cierto porcentaje de éxito en la continuidad de sus genes. Pensemos, por ejemplo, en el prolífico conejo, capaz de producir un número de crías que oscila entre una y nueve, pudiendo llegar hasta catorce. A lo largo de un año, la hembra puede llegar a tener de cinco a siete camadas, pudiendo parir unas treinta crías al año. Surge, no obstante, un argumento contra esta hipótesis: ¿Sucede lo mismo cuando no existen en el entorno depredadores del conejo? La lógica (humana) diría que tener camadas numerosas es contraproducente porque un incremento de los consumidores primarios acabaría con los recursos vegetales del ecosistema. Sin embargo, no ocurrió así cuando se introdujo el conejo en Australia. La especie siguió multiplicándose a pesar de no tener depredadores capaces de controlar al prolífico invasor, y la vegetación, que tampoco estaba preparada para defenderse de sus incisivos, se vio literalmente arrasada. Se trató de un incomprensible caso de insostenibilidad natural que puso en tela de juicio la tan manida idea de que la Naturaleza es sabia.