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Blog

Marcescencia

Divulgación

Paso cada día al menos dos veces por la Dehesa Boyal de Arcas, y los fines de semana paseo por la Hoz del Huécar. Allí me empeño en extraer una enseñanza de un ser aparentemente estático que me observa al pasar: el quejigo (Quercus faginea), un roble autóctono, uno de los nuestros, se resiste tozudamente a la total desnudez. Su obstinación le permite vestir un pardo y escaso follaje durante todo el invierno.

Este fenómeno natural recibe el nombre de marcescencia, por el que las plantas, coincidiendo con el acortamiento otoñal del fotoperiodo (tiempo de luz solar), van reabsorbiendo los nutrientes y el agua de las hojas, cierran los vasos conductores y dejan unidos los peciolos a las ramas por mecanismos puramente mecánicos. Si el viento no lo impide, esta ligera sujeción es suficiente para que el árbol quede vestido de pertinaces hojas secas hasta la primavera siguiente.

El quejigo no es la única especie que recurre a esta estrategia de vida. Su primo el melojo (Quercus pyrenaica) también lo hace. No están claras las ventajas de este fenómeno. Hay varias teorías sin demostrar: una de ellas puede ser que nuestros compañeros de paseos logran así una mayor protección para las yemas foliares. Otra puede ser la optimización del reciclado de nutrientes en el suelo: si las hojas caen en otoño, muchas serían arrastradas por el viento, con la consiguiente pérdida de biomasa fuera del sistema, y las que quedarían no serían descompuestas por hongos y bacterias debido a las bajas temperaturas invernales. La caída primaveral permite que la hojarasca encuentre unas condiciones climáticas propicias para una rápida descomposición y asimilación posterior.

En cualquier caso, esta actitud nos debería enseñar a oponernos frontalmente a hacer algo que no nos apetece hacer, a que nos impongan por capricho lo que no queremos tener, a que nos quiten por antojo lo que es nuestro y no deseamos perder. Deberíamos ser menos conformistas de lo que somos y algo más marcescentes, como nuestro amigo el quejigo, y no dejarnos domesticar tan fácilmente como lo hacemos.

Os dejo un bello poema que Friedrich Hölderlin (1770-1843) dedicó a los robles en un momento en que debió sentir la necesidad de parecerse a ellos, de ser marcescente como ellos:

Desde los jardines llego hasta vosotros, hijos de las montañas.
Desde los jardines, donde la naturaleza vive paciente y hogareña
cuidando a hombres afanosos que la cuidan.
Pero vosotros, ¡sublimes!, os erguís como un pueblo de titanes
en un mundo domesticado, y solo sois vuestros y del cielo,
que os nutre y ha criado, y de la tierra, que os ha parido.
Ninguno de vosotros ha pasado por la escuela de los hombres,
y os abrís paso, libres y gozosos, desde vuestras potentes raíces,
hasta lo alto, unos contra otros, y como el águila a su presa,
atrapáis el espacio con brazo poderoso, y a las nubes dirigís
vuestra gran copa, soleada y serena.
Un mundo sois cada uno; como las estrellas del cielo
vivís; un dios cada uno, juntos en libre alianza.
Si yo fuera capaz de soportar la esclavitud, no sentiría envidia
de este bosque y me resignaría a vivir entre la gente.
Si no me encadenara a vivir entre la gente, este corazón
que no renuncia al amor, ¡con qué gozo viviría entre vosotros!