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Canción triste de "Olvido"
Año 2030. A 22 km de la ciudad se halla una pequeña aldea llamada Olvido. La habitan 17 vecinos, que viven como pueden —como les dejan— de una precaria agricultura de subsistencia. Olvido pertenece al municipio de Abandono, y la distancia que les separa es de 12 km. La comunicación entre ellos es una estrecha carretera llena de curvas que discurre junto a un profundo barranco por el que fluye el río Infamia. El invierno, a veces, causa estragos: la carretera se corta por la nieve y el hielo despliega sus encantos, aunque maldita la gracia que hace a los viajeros. En primavera, la lluvia y el deshielo arrastran inmisericordes las tierras de unos montes tan despoblados de verdura y vida como la comarca, y corren impetuosas por las laderas, amenazando con ocupar los campos de labor y los vallejos de unos pueblos que hace algún tiempo se vistieron con traje de tristeza y desolación. En verano, el calor es riguroso, las tormentas inclementes y las cigarras gobiernan el desamparo y la soledad.
Olvido y Abandono, una aldea y un pueblo casi aislados, dos poblaciones que lucharon hace casi veinte años por la vida, por la cultura, por el progreso, por adelantar y encauzar sus humildes sociedades. Dos poblaciones que ahora han olvidado el sabor de esos frutos que tanto tiempo y esfuerzo costaron a la sociedad; dos poblaciones que ahora se encuentran invadidas por la ignorancia, el silencio de unas calles sin niños y la extrañeza de ver cómo pasa el tiempo con más pena que gloria.
En Olvido ya no hay escuela. La hiedra y las ortigas se han instalado entre los muros de un pequeño edificio escolar de ventanas rotas y tejado hundido donde antes, casi 20 años atrás, jugaban y aprendían a ser personas once chiquillos de diferentes edades. La escuela para Olvido ya no es una realidad, ya no sirve para nada. Las familias, rotos sus sueños y esperanzas, se fueron a Abandono y a la ciudad en busca de la ilusión que perdieron sus hijos. La desaparición de la escuela fue para ellos, para todos, una cruel y despiadada violación. La tristeza se adueñó de las calles de Olvido. Niños y ancianos, hombres y mujeres lloraban por la pérdida de su más preciada joya. Unos decían que era el destino; otros, que lo había provocado la falta de misericordia de unos gobernantes sin corazón, sin criterio, unos gobernantes que nunca alcanzaron a comprender la escuela rural porque no quisieron entender la realidad del mundo rural, gestores que, lejos de defender lo público, estaban convencidos de que la ignorancia era un mérito. Unos y otros, sencillos habitantes de Olvido, temían que se quedarían huérfanos de cultura y educación. Y así fue.
La estela de recuerdos que dejó la escuela en estos humildes y sufridos vecinos de aquella aldea perdida entre montes fue imborrable. Se acordaban de aquella paciente maestra que tantas veces organizó breves pero intensas salidas por el entorno cercano de la aldea y que, según luego confesaría, más le servían a ella para aprender de los chicos que al revés. O de aquel maestro que hacía teatro con papeles para todas las edades, incluso para padres y madres.
La alternativa que les quedaba tras la desaparición de la escuela era mandar a los chiquillos, ya sin alegría, a Abandono o a la ciudad, enlatarlos en un autocar y no verlos casi hasta la noche, pensando cada día en los obstáculos que la carretera y el tiempo ofrecían, viviendo de forma constante esa inquietud causada por la injusticia, la negligencia y la intransigencia.
Olvido ha caído en el olvido. Apenas ya la ocupan en verano un puñado de niños traídos por unos padres que no quieren recordar los sinsabores de hace casi veinte años, cuando hacían pancartas tratando de apelar a una sensibilidad que no existía, cuando sus propios padres se encerraban en la escuela en lucha desigual contra la evidencia. Bastante tristeza sufrieron ya para seguir pasando por el mismo trago una y otra vez. Son padres que guardan en su memoria el amargo recuerdo de una entrañable escuela llena de promesas de futuro que se vino abajo, y con ella la existencia de Olvido. Son padres que están tristes porque saben, más que temen, que sus hijos no conocerán las cosas de la vida, del campo, como las pudieron haber conocido en la escuela de Olvido. Ellos, sus hijos, sus maestros, sus vecinos… son víctimas de la oscuridad y pobreza mental que no quiso ver hasta qué punto la existencia de un pueblo dependía de su escuela.
Me gustaría que esta historia no hubiera sido real, pero lo fue. Está basada en la desaparición de la escuela de Cabrejas en 1925. Y bien podría haber sido el reflejo de otras historias de tantos pueblos que fueron viendo sus calles vacías cuando eliminaron sus escuelas. Lo peor de todo es que este cuento lo pueden protagonizar otros pueblos a partir de ahora. Por eso va especialmente dedicado a ellos, a las gentes que se verán obligados a prescindir de la chiquillería, a los pequeños que cada mañana tendrán que viajar a otra escuela que no es la suya, a las familias que probablemente tendrán que emigrar para no pasar por ese trance y a los profesionales que han creído hasta el último momento en la escuela rural y ahora se ven suprimidos o desplazados.