Blog
Arriba el ánimo
Dicen que cada vez hay menos. Cosas del clima, de la basura que vamos sembrando, de los productos químicos con los que buscamos una mayor producción, del ruido que hacemos ocultando los verdaderos sonidos naturales. Cosas nuestras, de nuestra especie, de nuestro modo de vida. Dicen que cada vez hay menos habitantes en los sotos y márgenes de caminos, en las riberas de los ríos, en las desiertas enramadas. Recuerdo aquella ocasión en que levanté un precario escondite con telas y cuerdas para observar pájaros. No tuve suerte. Un viejo hortelano se acercó a ese huerto abandonado en que me encontraba. Me dijo que trabajó en él hacía tiempo, y le conté. Y él me contó, con cierto aire de melancolía, cómo antes sí que había pájaros, tantos que casi había que espantarlos porque se comían la simiente. Antes sí que había.
En las algodonosas cimas de los cardos juguetean frenéticos los jilgueros, picoteando y extrayendo las semillas, algo menores que un grano de arroz, que deben ser un verdadero manjar para ellos. El jilguero es una de las aves más fácilmente reconocibles, incluso a ojos de inexpertos observadores. En nuestras latitudes lo encontramos asociado a esas hierbas armadas con espinas, sobre las que se percha para recoger sus simientes provistas de vilano. Es notable su capacidad para ocupar los más variados hábitats, que le hacen protagonista de no pocas leyendas, simbolismos y conocimientos populares. Así recitan en Asturias (1):
Dime, xilguerín parleru,
dime qué comes,
como areninas del mar
del campu flores.
Pero otra forma de identificar al jilguero en el campo es por medio de su canto:
Cerca del arroyo, los sauces conservan su vitalidad gracias a las pequeñas e inquietas currucas capirotadas. Parece que llevan un casco en la cabeza, pardo la hembra, casi negro el macho. Si llegara a localizarlas, cosa bastante más complicada que en el caso de los jilgueros, comprobaría fácilmente cómo destaca ese capirote sobre el resto de un plumaje más bien discreto. Un maravilloso contraste. Es una suerte lograr este encuentro, verlos dando vueltas y agarrándose a las ramas, casi ajenos a nuestra presencia al otro lado de la espesura, exhibiendo sus volubles y conmovedores trinos. La mayoría de las veces, sin embargo, no llego al avistamiento y debo conformarme con apreciar su canto, agradable y diverso como pocos, dulce en ocasiones. Ver un grupo de vibrantes currucas revoloteando y vocalizando entre frondosos majuelos, saúcos y rosales es una verdadera alegría.
Comienza el sol a ponerse, iluminando los bordes de las nubes. Sigo el desgastado sendero a través de huertas en las afueras del pueblo, y casi de inmediato escucho al ruiseñor, su voz pura cruzando el aire de la tarde. Si ya era difícil localizar a la curruca, más aún será avistar al ruiseñor, de parda y reservada librea. Puedo aproximarme a sus cantaderos, con prudencia, lentamente, y con un poco de suerte seguirá el ruiseñor desgañitándose ante la llegada del crepúsculo. Suele ocultarse el ruiseñor entre la tupida y tranquila vegetación. Zarzas, chopos, fresnos, sauces…, da igual. El tenor de los setos solo quiere entonar su virtuosa melodía al atardecer, y volverá a hacerlo al alba. Sin proponérselo, consigue levantar el ánimo de cualquiera, como a su manera hacen las demás aves canoras.
Es posible que antes hubiera más, como también había más interés en observarlas y, sobre todo, en no perturbar los entornos. Ahora acabamos con setos y ribazos en unos minutos, rompiendo la ecuación del equilibrio:
CONSERVACIÓN + RESTAURACIÓN + REFUERZO = EQUILIBRIO
Esta ecuación, una sencilla operación de sumar, más bien, podría conducirnos a lo que llaman la inmunidad del paisaje. Para ello, sin embargo, es necesario no delegar responsabilidades en otros, no restar, sino seguir sumando, aportar un cambio serio en nuestro estilo de vida, una modificación de nuestros hábitos que nos permitan repensar nuestra relación con la naturaleza. Restar crecimiento desordenado y multiplicar esfuerzos para reconocer que somos parte de la comunidad de seres vivos, acercarnos a ellos y que no nos perciban como una amenaza.
Ahora trato de acercarme al ruiseñor, a la curruca, al jilguero, a tantos otros, con la confianza de que cada vez sean más, de que la fronda no se convierta en un paisaje vacío y callado, con la esperanza de que ahí haya otros que me levanten el ánimo. Camino de regreso, corregüelas, cardos, escabiosas y achicorias salpican con notas de color la hierba que ya se está dorando, mientras continúo escuchando detrás al ruiseñor que no pude ver, pero de alguna manera consiguió mantener despierta una ilusión dormida.
(1) Pestana Salido, A.J. (2009). Las aves ibéricas en la cultura popular. Tundra, Valencia.