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Como en otro mundo

Estación de escucha

Hemos ido a la granja y el primero en recibirnos ha sido el gato, todavía cachorro, pero ya autónomo en eso de salir adelante. Aún tenemos que llevarle su pequeña ración de comida, pero ha dado buena cuenta del puñado de ratones que invadían el precario refugio de las gallinas. La vida abriéndose paso. Las aves se han removido al escuchar el sonido del motor del coche, pero el que ha dicho “aquí estoy yo” ha sido el gallo, altanero, presumido, hermoso, exhibiendo su brillante plumaje iridiscente, y su cresta rubí claramente enarbolada como estandarte de guerra.

 

 

El caballo nos seguía, tal vez esperando su dosis diaria de pan duro y cariño en forma de palmaditas en el cuello, ahora manchado de barro tras los últimos aguaceros. Se mueve con elegancia, orgulloso, como queriendo mostrar una nobleza de origen que no tiene, y la cabra camina a su lado buscando su propio regalo, un puñado de granos de maíz y cebada aderezado con unas palabras de cariño, de esas que también engordan el ánimo y la autoestima. Luego deja al caballo para jugar con el gato. Este, obedeciendo a su instinto cazador, se oculta tras un leve montículo o unas hierbas para acosar a la cabra, varias veces más grande y pesada que él, y cuando ella se arranca para toparle, el felino huye y se encarama a una plataforma de madera en la horquilla de un majuelo. La cabra hace por trepar una rampa hasta el gato, pero el felino clava sus uñas en las ramas y sube más alto. Y se repite el juego alrededor de la fuente.

 

 

Quitando a las gallinas, que van a lo suyo y ya tienen bastante con el puñado de sobras que les ha correspondido, los animales están más anhelantes de compañía y palabras amables que de la propia comida. Por eso no extrañan ciertas visitas, si entienden que les van a aportar el respeto del que otros carecen. Algo similar deben sentir las gentes del campo, abnegadas, apegadas al terruño, identificadas con él, hermanas del silencio, sometidas a la dictadura del progreso con el que apenas saber vivir, pero tampoco sin él. Gente capaz, sin embargo, de atesorar tal cantidad de memorias que ya quisiéramos otros, dueña de su destino, libre de la presión del tiempo. No resulta sencillo explicarlo, pero poco importa. El caso es que cuanto más nos relacionamos con ellos, cuanto más y mejor creemos conocerlos, más cuenta nos damos del parecido de su vida con la de las abejas, siempre moviéndose en torno a las flores, siempre pensando en ellas. Igual que las abejas, la gente del entorno rural desarrolla su vida en absoluta dependencia de su patrimonio natural, cultural, histórico. Tal vez por esta razón lo cuidan tanto. Si conociéramos y entendiéramos ese patrimonio, comprenderíamos la peculiar forma de vida rural, esa existencia que se funde con la Naturaleza, en la que solo pensar en el paso del tiempo se antoja una pérdida de tiempo. Cuando quienes apreciamos el medio rural lo dejamos tras haber vivido en él entrañables momentos, tenemos la impresión de haber estado en otro mundo, diseñado con una mágica mezcla de literatura y corazón.

Un abejorro se posa lentamente sobre la flor de un diente de león.

 

 

El brillo dorado atrae al insecto con la promesa en llamas de néctar y polen. Ese sol ardiente casi a ras del suelo es un consuelo refrescante para el insecto. Las últimas lluvias han empapado y pintado de verde los campos, y eso llega a percibirse en el canto de los pájaros. El aire es tranquilo, mientras los mosquitos giran en incansable vuelo tratando de cazar los rayos solares que se filtran a través del follaje. Los vencejos se turnan para exhibir sus cabriolas sobre los tejados. Un tranquilo paseo por cualquier solitario camino en las afueras sirve para reforzar nuestros vínculos con la naturaleza, para que nuestros sentidos den la bienvenida a todo tipo de sensaciones reconfortantes. Quien no sea capaz de lograr semejantes relaciones, difícilmente podrá vivir en sintonía con la tierra, como si viniera de otro mundo.