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Conciertos bajo la niebla
Apenas un puñado de cerros llega a traspasar el techo que la niebla ha desplegado para cubrir el llano. La tupida bruma se ve apacible, serena, como si estuviera tratando de resolver el dilema entre disiparse desvelando todo aquello que se oculta en sus entrañas o concentrarse en forma de densas nubes dispuestas a derramar toda el agua que contienen. Un silencio sepulcral y el espesor de la niebla esbozan un cuadro siniestro y melancólico que llega a inhibir la voluntad y nos hace creer que cualquier dirección que tomemos será la equivocada. Árboles y arbustos lloran perlados de rocío, dormita el aire y calla la vida. Hálito de nostalgia que oscurece el verde y mitiga los colores brillantes de las hojas, aun las secas, blanqueadas todas por la escarcha.
No se ve nada más que hileras de chopos, fresnos y sauces con ramas demacradas estiradas como para contener la niebla, porque sobre ellos se aclara hasta convertirse en un fino velo que de vez en cuando capta un destello amarillo olvidado por el sol. El arroyo, por si acaso, nos recuerda que está por ahí, no vaya a ser que lo pisemos.
De algún lugar de la nada llegan llamadas y quejidos de ovejas, confinadas en un corral, esperando que la niebla dé su permiso para recorrer cañadas y laderas desiertas. Frío no han de tener, pues se prestan calor unas a otras. Se sienten bien acompañadas. El pastor, a buen seguro, las habrá acondicionado con paja seca para pasar la noche. Los gritos resuenan de un modo especial, rebotando en microscópicas paredes de vapor.
Tras la niebla, el viento frío y húmedo del oeste ha salvado su último obstáculo, las colinas que guardan el arroyo al fondo del valle y mece las ramas desnudas de la chopera, que se recortan contra el cielo plomizo y monótono de enero. Las hojas cubren el suelo como un manto ocre, silencioso, sereno. Un cementerio de color. Más allá, la oscura y ondulante sierra de arenisca se pierde entre bosques de pinos silvestres y rodenos salpicados por manchas descoloridas de robles albares. La nieve llama a la puerta y los acuíferos verán satisfechas sus demandas, al menos en parte. Escaramujos, serbas y majuelas y ejercen de ornamento natural. Su resistencia a la caída es admirable. El silencio reinante, quebrado solo por el viento vadeando la fronda, se une a la blanquecina belleza del entorno para infundir una cierta dosis de humildad, algo que nos invita a tener una receptividad inusual.
Habrá quien encuentre este sentimiento en la cercanía de su jardín o en un parque urbano. No está mal, pero quizá otros prefieran enfrentarse a la soledad de los espacios abiertos, allí donde los sentidos parecen desentumecerse, abstraerse de los excesos cotidianos, volver a la vida, encontrar formas, colores, sabores, aromas y sonidos siempre dispuestos a ofrecer nuevas vivencias.
Esta mañana vemos a las ovejas cerca de casa, el hocico pegado al suelo, y el pastor, hierático cual estatua, viendo cómo pacen los animales, cómo pasa el tiempo, a veces bajando la mirada cansada al suelo, asiendo con las manos callosas un retorcido callado de madera. Nos cuenta que las ha sacado del corral y por allí andará hasta que oscurezca.
—¿Con el frío que hace?
—Y no lo llevo bien… —ante nuestra extrañeza, añade— Hace un tiempo me dio un bajón de azúcar y noto mucho el frío. Sobre todo, las manos y los pies. Las botas son dos números más grandes, así puedo ponerme dos o tres pares de calcetines.
—¿Y así todos los días?
—Todos los días que se puede. Los animales tienen que salir. No queda otra —dice encogiéndose de hombros.
Tintinean los cencerros al ritmo que señala la corta de la frugal hierba en el sembrado. Los colirrojos van y vienen inquietos, del rosal al ciruelo, y de ahí al endrino. A lo lejos, cornejas y urracas deslizan sus lamentos. Los conciertos están en sus últimos movimientos.