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Del valle a la ribera
La vida parece dormida durante el invierno, con cielos grises, árboles desnudos y días destemplados que pocas oportunidades brindan al paseante. Pero no es así. Es cierto que no lo pone fácil el invierno al paisaje sonoro. Hemos glosado con frecuencia las bondades del silencio, y eso es lo que encontramos en nuestros paseos por el monte. Aunque, realmente, no exista el silencio absoluto. Hay más movimiento del que creemos y los caminos regalan conciertos sonoros que nos invitan a mantener alerta los sentidos. Tímidos gorjeos se llegan a escuchar a varias decenas de metros; las pausadas esquilas del ganado pastando al sol de este frío tiempo ya experto en la helada; y el viento, que acude puntual a su cita con la enramada sea la época que sea. En algunos lugares las colinas se transforman en verdaderas cajas de resonancia que envuelven los sonidos de un modo especial. Recordamos, por ejemplo, cuando una cierva protestó ruidosamente ante nuestra presencia, quizá reclamando celosamente su intimidad violada por el caminante. En aquella ocasión llegamos a verla detenerse en la ladera, mirándonos fijamente, acaso preguntándose qué pintábamos allí. De igual forma podemos percibir el ladrido del corzo o el quejido agudo del zorro, según la época.
Cierva
Corzo
Zorro
El agua se suma a la fiesta, tan relajante como si fuera primavera, lamiendo dulcemente las orillas, permitiendo la navegación serena de las últimas hojas caídas. Junto al río y en los barrancos umbríos las hojas ruborizaron el paisaje, los ocres y amarillos llenaron de nostalgias nuestros paseos e indujeron a pensamientos que apenas logramos elaborar sin su presencia. Ahora la desnuda vegetación espera un nuevo despertar. Una garza se posa en una roca que, cubierta por un fino manto de musgo y líquenes, emerge unos centímetros sobre el agua. No pesca, solo se acicala, y suelta un áspero gañido que tiene su eco en las laderas del río. Macho y hembra tienen pocas diferencias físicas que nos permitan decidir el género de esta ave, pero nos inclinamos a pensar que es un macho, porque quiere delatar su presencia. Se avecina el cortejo y la garza trata de lucir lo mejor posible su cuerpo larguirucho y gris. Acicalarse es lento y fastidioso. Pasa el pico a través de las plumas del pecho, luego adereza las alas primarias a través de su pico y levanta los pies alternativamente para rascarse detrás de la cabeza. Termina el aseo levantando su cresta, y volviendo a soltar un chillido ronco. La garza es paciente. Suponemos que ha hecho lo que tenía que hacer y solo le queda esperar, inmóvil, hierática, como una rama clavada en la roca. No mira al agua, pues no parece tener hambre. Dejará la pesca para otro momento. Ahora mira fuera del río, el cuello estirado, y, de pronto, levanta el vuelo con grandes y poderosos movimientos de alas, y desaparece más allá de los árboles.
Garza
En la ladera, junto al camino, hay un grupo de plantas de eléboro hediondo (Helleborus foetidus). Las hojas son únicas, con foliolos que imitan los dedos de la mano, de color azul verdoso, con bordes aserrados. Las hojas superiores se agrupan en un racimo verde amarillento que protege los botones florales pálidos y, desafiando la temporada, pronto se abrirán en campanillas con bordes granates. Ya tenemos una flor de Navidad. ¿No podría ser este eléboro la flor de Pascua? Tienen hasta abril para intentarlo.
Eléboro
Helleborus deriva del griego y significa “dañar la comida”. Todas las partes de la planta son tóxicas, con sustancias que causan delirio, vómitos e incluso la muerte. Foetidus significa apestoso, de modo que, entre su toxicidad y su mal olor, no parece recomendable su consumo. No obstante, algo hay en las hojas superiores y los botones florales que atrae a los insectos, no los envenena: en primavera será posible encontrar grupos de pulgones y pequeñas moscas que se alimentan de lo que exuda la planta. Y esto puede estar relacionado con levaduras colonizadoras que evaporan compuestos orgánicos, elevando la temperatura de sus flores para atraer polinizadores. Hay una comunidad de vida en el eléboro, un recordatorio de los microcosmos que forman un bosque.