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Escuchando recuerdos
El caminante llanea por la trocha tratando de desplegar todos los sentidos posibles, leyendo el maravilloso libro de la naturaleza, para forjar una perdurable relación con el derredor. Observa huellas, percibe aromas de tomillos y espliegos, escucha rumores, se acerca a un árbol y posa su mano sobre la corteza, lo abraza, siente que su existencia se vincula a otra vida, atiende al zumbido de los insectos, el murmullo del viento, el gorgoteo del arroyo o ese trino aflautado que se muestra tan esquivo. Se detiene junto a la arboleda con el propósito de desvelar el posadero de esa ave dorada que está interpretando de forma reiterada su dulce cántico.
Muy difícil de sorprender, la oropéndola prefiere viajar de noche para ocupar sotos y choperas cuando las hojas ya le sirven de resguardo, sin alejarse demasiado de los cursos de agua. El caminante sabe que, si descubre el movimiento de esos tonos pajizos y radiantes entre la enramada, se trata de un macho, pues la hembra posee una librea algo más discreta que pasa desapercibida en la densa vegetación. Al macho se le escucha más que se le ve. Hace falta mucha paciencia para apreciar alguna leve agitación de un ejemplar, de rama en rama, en busca de insectos y larvas. Quizá por ello, por la abundancia de estos manjares, pensamos que la oropéndola procura la cercanía de ríos y arroyos. No la busquemos en el pinar, pues la pinocha configura una barricada demasiado sutil.
Cierra los ojos el caminante con la ingenua creencia de que así logrará verla mejor. Y no se equivoca. Una mezcla de satisfacción y duda recorre sus entrañas, pues realmente no está escuchando la oropéndola de hoy, sino que sorprende y escucha a la oropéndola de ayer, aquella que conoció años atrás. Recuerda el momento exacto en que se produjo aquel encuentro, tal vez en una época del año no muy lejana a la actual, en una arboleda similar a esta. Había también un arroyo de aguas claras que hablaban con las piedras.
Continúa el caminante con los ojos cerrados, quieto como una estatua, viendo a la oropéndola sin mirarla, sintiendo recuperar parte de su juventud, comprobando cómo el canto de las aves posee la facultad de transportarle en el tiempo y avivar recuerdos que creía dormidos. Piensa que hoy lleva en su memoria un relato más que contar. ¿Uno más? Bueno, es consciente de que tendrá problemas para describir lo que ha escuchado, como siempre, que a duras penas será capaz de expresar esta experiencia y los sentimientos que ha revelado. Cree que esto es algo que difícilmente se puede transferir a otras personas, pues cada cual ha de grabar en su mente esas vivencias tan personales. Está convencido, en todo caso, de que los sonidos de la naturaleza requieren unas peculiares circunstancias, unos complementos de espacio y tiempo que un simple relato no puede proporcionar. En su opinión, cada persona debe recurrir a la ocasión y el entorno apropiados, regresar a escenarios y momentos ya vividos y dejarse llevar por los recuerdos a través de los sonidos de la naturaleza.