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Los santos inocentes (1)

Etnografía

Ya apenas se utiliza en tierras serranas la palabra enorecer. Quienes aún la recuerdan dicen que significa oxidarse, enmohecerse. Puede decirse que algo o alguien se oxida o enmohece cuando deja de funcionar de forma correcta, cuando queda inútil o cae en desuso. Algo así está ocurriendo con el mundo rural, que se está enoreciendo.

Vivimos cada vez más en un mundo de ciudades. Las gentes de los pueblos del interior, en cualquier comarca, se desplazan hacia otros pueblos mayores y hacia ciudades, grandes o pequeñas, da igual, pero se resisten a quedarse. Estamos construyendo un país de ciudades —habría que decir, más bien, un mundo de ciudades, pues esto no es patrimonio nuestro—. Todo lo demás es paisaje. El campo ya casi no sirve ni para abastecer a la ciudad, se está enoreciendo. Entre una ciudad y otra apenas resta un inmenso espacio vacío, algo así como las desoladoras páginas en blanco de un libro sin contenido. El campo se ha convertido en algo molesto, un problema al que no merece la pena encontrar solución, salvo acudir de cuando en cuando como plañideras —aborregaos, me atrevo a decir— a instancias superiores. El campo no resulta rentable ni política ni económicamente, es un pozo sin fondos con malos gestores.

 

El éxodo rural ha fertilizado, eso sí, el pelotazo urbanístico, y este ofrece un canto de sirena a la gente del campo. Resultado: abandono de tierras, de una forma que viola lo sostenible. O sea, un malvivir en la ciudad a cambio de un no vivir en el pueblo. Atrás quedan los valores del campo, la cultura popular, los guisos al amor de la lumbre, el apego a la tierra, la cercanía a la Naturaleza. No, esto no significa que cualquier tiempo pasado fue mejor, pero ¿es necesario dar la bienvenida a la civilización del consumo desenfrenado, a la prisa y la competencia, a la corrupción y la mala educación?

El hecho de que una familia, una pareja o una persona independiente se instale en el pueblo tiene un mérito especial que pocos se atreven a valorar. Y si, además, tiene el propósito de integrarse entre sus nuevos vecinos, eso ya es de bichos raros. Pero ambas situaciones son igualmente reconocidas en el pueblo, al menos entre quienes luchan por mantener vivas sus tradiciones.

 

Las ciudades son islas rodeadas de vacío (1). El campo se queda primero sin los jóvenes, que apenas quieren trabajarlo. Sin ellos se reducen los servicios, la tasa de natalidad se hunde, cae la creación de empresas, cierran las escuelas. Es algo que me ha tocado vivir a lo largo de más de treinta años de vivir en los pueblos, algo que Juan Manuel Blázquez contaba en uno de los capítulos de Cuadernos de paso, un programa de Televisión Española que daba fiel testimonio de silencios, soledades y vidas olvidadas. “De aquí se fueron los maestros, ¿qué hacemos nosotros aquí?”, se lamentaba una pareja de ancianos de nuestra Serranía mientras cortaban la miel de sus colmenas.

Va resistiendo solo la gente mayor y el campo queda eszocao, roto, descompuesto. Y muchos de quienes aún viven en el pueblo, lo hacen de mayo a noviembre, como el ganado trashumante. Pero si la atención sanitaria continúa perdiendo puntos, ni eso. El abandono es cuestión de tiempo, salvo que se ponga remedio con planes de desarrollo alternativos a la agricultura que den la espalda a los intereses partidistas. No se trata de mendigar ayudas económicas, sino de plantear iniciativas que atraigan al dinero. En algún sitio he visto la fotografía de un parado durante los años de la gran depresión. Sostenía con tristeza un cartel que decía “No quiero caridad, quiero un empleo.”

 

¿Hasta qué extremo interesan la vida y los problemas de la población que se resiste a abandonar este territorio casi desértico, exmangarrulao, desastrado por voluntad de unos dirigentes zaínos, necios? Y caso de interesar, ¿a quién? Sostiene Sergio del Molino que “ningún dictador ha maltratado tanto y tan persistentemente la España rural como Franco”, y argumenta su afirmación con datos históricos de los años cincuenta. Pero ahora, tras varios decenios de democracia pobremente sostenida, la situación no ha mejorado ostensiblemente, y la forma de vida del mundo rural se está haciendo imposible. Mucho se habla de los famosos pantanos de Franco, que anegaron tierras y pueblos, y pobre del que levantara la voz. La eficacia del sistema colocaba un tenaz ancial, como a las caballerías que iban a ser herradas, una mordaza inapelable para evitar contrariedades. Ahora seguimos disfrutando de un bonito trasvase que se nos lleva el agua de la Meseta hacia el litoral rico y próspero con la imprescindible complicidad de los gobiernos centrales, aunque sea saltándose la ley que señala unos mínimos de agua embalsada. Para eso están los camiones cisterna. También tenemos el privilegio de adornar con artísticas centrales nucleares las áreas rurales, donde un hipotético accidente se llevaría por delante a un puñado de dóciles campesinos de los que nadie se preocuparía. El último regalo que quieren dejarnos en la desértica estepa manchega es un rimbombante almacén temporal centralizado, lo que algunos llaman cementerio nuclear, un bonito escondite para ocultar lo que nadie quiere, aun sabiendo que los terrenos no reúnen las condiciones apropiadas. ¿A quién puede importarle una catástrofe en una zona rural despoblada? El mundo rural ha quedado como esa vieja alfombra bajo la cual oculatamos las miserias que nadie quiere ver.

 

(1) del Molino, Sergio (2016). La España vacía. Turner. Madrid