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Paisajes vivos

Etnografía

De Fernando partió la iniciativa. ¿Cómo se le pudo ocurrir? Se lo comentó al alcalde, y este le dio carta blanca, que el ayuntamiento correría con los gastos. Luego lo sugirió a Moisés, en su casa de Valdemeca. Y Moisés, conservador de tradiciones, mantenedor de cultura rural, entró al trapo y aceptó encantado el envite. Se trataba de recuperar una antigua peguera que se halla a pocos metros de la casa rural de Fernando, en Uña, desde donde se percibe el aroma de cantueso y laguna.

Un primer vistazo a la caldera de la ancestral estructura indicaba que el agujero no estaba mal conservado, con su pared cónica bien adoquinada por piezas refractantes y la embocadura forrada de piedras, aunque bastante protegida por arbustos espinosos. El interior también estaba habitado por zarzas, hierbas y no pocos quintales de escombro, telas, hierros retorcidos, utensilios de cocina y otros muchos cachivaches impensables. La tarea prometía ser ardua. En ella colaboraron Ana y Sergio, gestores de Savia Ecoturismo, una empresa dedicada a labores de difusión de los encantos naturales de la Serranía, y Marta, Amparo y Mª Rosa proporcionaron ese toque de cordura y orden necesario en todo colectivo humano. Las mujeres, como siempre, imprescindibles en cada faena, como todas las mujeres del mundo rural.

Manos a la obra. Mientras uno se introducía en la caldera para el desescombro, otros transportaban los capazos para su posterior recogida, y otros limpiaban la vegetación que ocultaba el siguiente pozo, el depósito donde se iba almacenando la pez destilada de la madera colocada en la caldera para su combustión. Hubo también que desbrozar los arbustos del espacio destinado a colocar una cubeta de madera, recubierta por una tela de arpillera, adonde iría a parar la pez para su solidificación. La profundidad de la caldera iba aumentando a medida que se extraía todo aquello que la gente, en un ejercicio de insostenible desparpajo, fue dejando caer a su interior.

Arriba, la vegetación oculta el agujero del depósito. Abajo, el mismo agujero ya despejado.

 

 

Aún no se había llegado a encontrar el orificio de salida de la pez durante la segunda jornada de recuperación de la peguera, aunque sí se halló en el depósito, que contenía menos piedras y tierra. En dicha jornada se practicó un camino de acceso desde la caldera hasta el depóstito, y comenzó a instalarse un vallado de madera para proteger la peguera y facilitar la posterior observación de curiosos y paseantes. Más adelante se colocará un panel explicativo del funcionamiento de la estructura, que probablemente tuviera sus últimos días en los años cincuenta o sesenta del pasado siglo. El panel contará que el proceso de extracción de la pez empezaba por hacer acopio de la parte resinosa del pino. Troceada en forma de astillas, se colocaban las piezas en la caldera dispuestas en vertical. Una vez lleno el pozo, se prendía la madera por la parte superior. Con el calor se precipitaba la resina pasando por un orificio a otro depósito inferior. La combustión era lenta, sin llama, y duraba unos tres días, siendo precisa una permanente vigilancia para que no se malograse todo el trabajo.

 

 

El peguero sabía que la pez estaba preparada cuando el humo de la caldera dejaba de ser blanco y pasaba a negro, pues la leña se había consumido en su totalidad. La pez en el depósito se conservaba caliente y viscosa, y en ese momento el peguero debía “pinchar” para que saliera por otro orificio hasta una cubeta de madera recubierta con una arpillera con el fin de evitar que se pegara a la madera. Una vez sólida, la pez ya podía transportarse a su destino.

Fernando, Moisés y la compañía no hicieron otra cosa que mantener vivo el paisaje, pues animales son —en el buen sentido de la palabra— y, como sostenía Félix Rodríguez de la Fuente, “un animal arrancado de su paisaje es una triste y desterrada criatura sin misión alguna que cumplir. El paisaje sin sus animales es un paisaje muerto”. Hacer lo contrario, ponerse de lado ante el paisaje, es, en palabras de Ortega y Gasset, despaisarse, perder el contacto con el paisaje, ser animales —en el mal sentido de la palabra—.