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Que no decaiga
Los pueblos, a veces, sobreviven a la decadencia gracias a la belleza de su paisaje o a la obstinación de sus cada vez más escasos habitantes. O a las dos cosas. Paisaje y paisanaje son nobles y humildes, que ambos términos tienen cabida a la vez en esta lucha contra el retroceso cultural. Estas gentes son aliadas de la naturaleza escultora y dan testimonio de los asombrosos tesoros que esconde y que solo son visibles a quienes quieren verlos. La mayoría de estos tenaces habitantes son labradores, artesanos, ganaderos… y se sienten bien acompañados por la soledad, el silencio y el encanto de su entorno. Algunos luchan de forma desinteresada por compartir estos valores que ya van siendo desconocidos en el trajín del estilo de vida con el que nos obsequiamos de un modo inquietante.
La canícula agosteña no permitía presagiar aquel día gris. Una asociación ecologista, con más arrojo que apoyo institucional, había organizado un paseo junto a la Laguna del Marquesado para conocer algunas de las especies botánicas más representativas del lugar. El grupo iba de la mano de una experta en la materia, de modo que los sencillos aficionados solo teníamos algo que ganar: el aprendizaje. En la partida de senderistas iba él, discreto, reservado, parco en palabras. Para mí fue la primera vez que recorría la laguna a pie y la mayor parte de las cosas que contaba la experta estaban cuajadas de detalles desconocidos. Me esforzaba por tomar notas de esas pinceladas del mundo vegetal, y si me hubiera propuesto describir el sosiego que se desprendía del entorno, habría tenido un serio problema. En una de las paradas del corto recorrido él nos descubrió la rareza de un arbusto, la griñolera o falso membrillo, algo que sorprendió a la mismísima experta en Botánica porque ignoraba su existencia en aquel lugar.
Poco más añadió el desconocido paseante hasta que la tormenta nos pilló casi al final de la trocha. Allí, mientras todos tratábamos de protegernos bajo un sauce, junto al arroyo por el que desagua la laguna, él se dedicaba a recoger algunos plásticos y papeles con que la descerebración de algunos se empeña en adornar nuestros espacios naturales.
Moisés se siente comprometido en conservar el legado cultural del medio rural serrano, sus dichos, sus tradiciones, sus trabajos… Un patrimonio que, a buen seguro, olvidarán las futuras generaciones si nadie lo guarda en el archivo de la vida. Por eso, cuando hace años tuvo que sumarse a las listas de quienes engrosaban las ya atestadas ciudades, lo hizo llenando su maleta con aire y aromas de su tierra y con una condición: volver a su pueblo, Valdemeca. Bien puede afirmarse que gracias a este empecinado tesón la decadencia no es tan galopante como algunos pretenden. Él lo soporta todo, ya tiene costumbre, todo menos la estulticia y la desidia. Le duele la indiferencia de quien permite que cierren la escuela del pueblo, antesala de lo que puede significar abandono y más aislamiento, eso a lo que tristemente se va acomodando el mundo rural. No pocos pueblos han cerrado su cuaderno de viaje con aquello de “se fueron los maestros, ¿qué hacemos aquí nosotros?”. Va siendo hora de frenar el cierre de casas, de sacar a la luz las tradiciones ocultas tras sus muros. Que no pare la pluma y clame la historia.
Es un privilegio verlo trabajar dando prodigiosa forma a la madera de pino, boj o avellano, resultando de ello hermosas y delicadas figuras. O acompañando a los visitantes del pueblo que se asombran no tanto por las bellezas naturales que nos rodean, como por esos pequeños detalles cotidianos que tan lejanos en el tiempo quedan para ellos. Ha llenado el jardín de su casa con especies protegidas: olmo de montaña, evónimo, serbal de cazadores, acebo, tejo… Siempre está haciendo algo, pero nunca da la impresión de estar ocupado. Interrumpe su actividad cuando le viene en gana. Un claro ejemplo de quien ha sido capaz de derrotar al tiempo. Sana envidia para quien, abofeteado por la monótona comparsa del estrés, solo puede lamentarse de estar dominado por el reloj y la agenda. Nadie puede asegurar formalmente que camine con aire abatido o se sostenga sobre un cuerpo cansado. Tuve ocasión de recorrer a su lado el Barranco de los Mosquitos y apenas podía seguir su ritmo. Y nadie le verá presumir de nada porque, al contrario, todo lo quiere aprender y no se siente maestro de nada.
La compañía, la conversación, el trato con él hacen renacer en uno el sosiego y la calma tan distantes en el espacio y el tiempo de lo cotidiano, más si cabe cuando estamos rodeados de armónicos sonidos y admirables imágenes del derredor. Una fría noche paseábamos por las solitarias calles del pueblo, de vuelta a casa. El cielo cuajado de estrellas presagiaba la helada. “Escarcha peluda, al tercer día muda”, dijo. Yo no entendí de pronto lo que quería decir, pero acabé por preguntar directamente. “Si la escarcha tiene hilos largos, el tiempo cambiará a los tres días”, respondió. Y así fue como pasó.
Es el de Moisés un largo relato que ha sabido unir su vida con la tierra que tanto ama y respeta. Y algo me dice que tal relato no estaría fuertemente asentado en la tierra sin el vigor de la briosa raíz de su compañera Amparo, una mujer capaz de comprender y compartir los sueños y utopías de una mente inquieta. Que la ilusión y la fuerza no decaigan, porque nos queda mucho por aprender.