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Belicosidad apasionada (1)

Etología

Escribe el psiquiatra Luis Rojas Marcos (1) que “las semillas de la violencia se siembran en los primeros años de la vida, se desarrollan durante la infancia y comienzan a dar sus frutos perversos en la adolescencia”. No parece que en el mundo animal vaya a suceder lo mismo. O sí. La cuestión es, ha sido y seguirá siendo muy estudiada por los etólogos, quienes continuamente vienen poniéndonos ejemplos al respecto para ilustrarnos, que falta nos hace.

Hay animales que son muy territoriales y, para proclamar la posesión de un espacio vital para ellos por los recursos que contiene, son capaces de pelearse con otros individuos de su especie. Es lo que se llama agresividad intraespecífica. A todos nos viene a la memoria el caso de depredadores como el león o el lobo, que se pueden pasar buena parte de su tiempo anunciando a quien quiera oírlo que son dueños y señores de su territorio. Si se acerca un pretendiente al trono, la lucha está servida, pero cuando el derrotado se somete, esconde el rabo entre las patas y agacha las orejas, o en pleno paroxismo de la pelea, ofrece su cuello al ganador o se tumba boca arriba, sabiendo, no obstante, que la cosa no pasará a mayores porque el vencedor frena automáticamente su furia, como señalan Arsuaga y Martínez (2).

Estos paleontólogos citan el caso de los machos de petirrojo, capaces de picotear con violencia a un señuelo introducido en su territorio. Este comportamiento puede dispararse de la misma forma sobre un penacho de plumas de color rojizo, pero no sobre la figura de un petirrojo joven sin las características plumas rojas del pecho. De modo que, según parece, el objeto de la agresión no es propiamente el pájaro rival, sino, literalmente, las plumas rojas de su pecho.

Arsuaga y Martínez recuerdan la creencia de que “los animales vegetarianos, que no matan a los animales de otras especies para comérselos, son pacíficos con sus semejantes”. Pero no es así, y para demostrarlo ponen el ejemplo de la paloma, aparentemente pacífica, símbolo de la paz y, sin embargo, muy intolerante con sus semejantes, a los que llega a causar la muerte. Se hacen eco así de las investigaciones realizadas por Konrad Lorenz (3), quien ya a mediados del siglo XX exponía el caso de dos tórtolas que puso juntas en la misma jaula. Al principio su relación era bastante amistosa, salvo unos leves picotazos que no llegaron a preocuparle. Cierto día marchó de viaje y regresó al día siguiente, encontrándose un espectáculo impresionante. El macho estaba tendido en el suelo de la jaula, con la nuca, la parte superior del cuello y todo el dorso desplumados, desollados; sobre él se encontraba la otra «pacífica» tórtola, mostrando su semblante simpático, pero sin dejar levantarse a su humillada compañera, a la que mataba lentamente.

Tórtola europea (Fuente: seo.org)

 

Si hacemos caso de los estudios etológicos que señalan el aumento de los casos de lucha a muerte entre mamíferos en condiciones de hacinamiento —en zoológicos, por ejemplo—, no debería sorprendernos que suceda otro tanto entre humanos en unas ciudades cada vez más masificadas. Y que esta mayor agresividad se produzca aun existiendo abundante provisión de alimento. Podríamos, por tanto, plantearnos si la especie humana, esa de la que hay quien dice que está integrada por seres racionales, es susceptible de ser incluida en el mismo grupo de animales agresivos. Y la respuesta debería ser negativa, pero el hombre da un paso más. No solo es incapaz de frenar su ira hacia sus semejantes rivales, sino que siente la necesidad imperiosa de humillarlos, de acabar con ellos. 

 

(1) ROJAS MARCOS, Luis: Las semillas de la violencia, Espasa Calpe, Madrid, 1995

(2) ARSUAGA, Juan Luis y MARTÍNEZ, Ignacio: Amalur. Del átomo a la mente, Temas de hoy, Madrid, 2008

(3) LORENZ, Konrad: Hablaba con las bestias, los peces y los pájaros, Tusquets, Barcelona, 1999

 

(Continuará)