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Más que “por qué”, para qué
Obstinados como andamos tan a menudo en tratar de explicar las cosas de la Naturaleza aplicando criterios humanos —lo que venimos a llamar antropocentrismo—, buscamos, a veces con notable torpeza, respuestas a las múltiples cuestiones que nos plantea el complicado mundo del comportamiento animal. ¿Por qué hibernan los osos? ¿Para qué almacenan las ardillas sus frutos? ¿Por qué “ladra” un corzo? ¿Para qué se entierra una lombriz? ¿Por qué cambia de color un camaleón? ¿Para qué recorren tantos kilómetros las aves migratorias? Son tantas las preguntas que nos provoca la curiosidad que el debate se haría interminable, pero cometemos un error si rastreamos sin ton ni son argumentos que para nosotros tengan sentido, cuando lo más probable es que no lo tenga para el mundo animal. Sin pretender abrir una selecta puerta a la excelencia del conocimiento científico, que no es objetivo de estas líneas, conviene hacer una parada para tratar de explicar lo que los ecólogos entienden por función cuando se refieren al comportamiento animal.
Collalba gris (Oenanthe oenanthe)
De los numerosos interrogantes que el asunto nos propone, podemos elegir uno que todos tenemos bastante a mano por habitual: ¿Por qué cantan las aves? La duda tiene, al menos en apariencia, una fácil solución. Cualquiera podría decir que las aves cantan porque ha llegado el buen tiempo o porque son los machos quienes desean dejar claro a quién pertenece un territorio. Pero me temo que estaría dando una explicación causal, es decir, buscaría la causa de ese canto, y dejaría sin aclarar el objetivo del canto, no resolvería el problema de la función del canto. Según Peter Slater (1), la función última del comportamiento animal es la transmisión de los genes del individuo a la siguiente generación, de modo que el canto de las aves puede tener varias consecuencias que podrían llevar a un mayor éxito reproductivo, y lo ilustra con este esquema:
O sea, que las aves cantan por la necesidad de excluir a los rivales del territorio, lo que les permite una menor competencia por la comida. Al eliminar a los rivales, las aves disponen de más tiempo para alimentarse, pues deben dedicar menos tiempo para pelearse. Además, la cantidad de comida para su prole es mayor, con lo que podrán criar más pollos, algo que tiene más posibilidades de éxito si los machos cuentan con la seguridad de que las crías son suyas.
Las aves cantan por la necesidad de atraer a las hembras, que, al escuchar la llamada del macho, se aproximan a su posadero, escrutan el entorno, analizan al pretendiente y toman una decisión. Si el resultado es positivo, las oportunidades de reproducción se incrementan y podrán criarse más pollos. El canto provoca, además, la estimulación de la pareja, circunstancia que conduce a una mayor producción de huevos. Así pues, si de una parte del bosque sacamos a todos los carboneros comunes, ese entorno quedará en silencio. Dividamos luego el bosque en parcelas y coloquemos altavoces en algunas de ellas para reproducir una melodía musical en unos y el canto de un carbonero en otros, dejando vacías las demás parcelas. ¿Qué harán los machos cuando empiecen a escuchar el sonido que emiten los altavoces? Poco a poco irán ocupando el bosque para establecer sus territorios, pero no se instalarán en todas las parcelas a la vez: las que quedaron en silencio y aquellas en las que suena la melodía musical serán ocupadas antes que las parcelas donde se escucha el canto de los carboneros. En consecuencia, el canto se convierte en una especie de señal de “propiedad privada”.
Petirrojo (Erithacus rubecula)
Vemos, pues, que el canto de las aves tiene el objetivo último de criar más pollos, lo que resulta más ventajoso para la especie. Podríamos decir que la función de una determinada pauta de comportamiento, en este caso, el canto, se mide en relación al éxito reproductivo del individuo. La función de la conducta explica, por tanto, la forma en que dicha conducta aumenta la eficacia biológica. Pero en este punto podríamos centrar nuestra atención en aquellas que se encaraman en un otero bien visible incluso para los depredadores, para quienes se convierte en presa fácil. Es el caso del zorzal común, al que vemos en primavera en lo alto de una rama llamando la atención con su melodiosa cantinela, no solo a sus competidores por la comida, sino a sus posibles parejas. No cabe duda que tanto la supervivencia como la reproducción suponen sendas oportunidades de continuidad. En tal caso, el ave debe sopesar las ventajas y los inconvenientes de adoptar tal o cual actitud y decidir en consecuencia, pero las ventajas han de superar a los inconvenientes para que la decisión sea correcta.
Si yo fuera un carbonero común, haría lo mismo, pero me temo que estoy cayendo en brazos de una actitud antropocéntrica.
(1) SLATER, Peter J.B.: El comportamiento animal, Cambridge University Press, Madrid, 2000