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¿Realmente somos tan diferentes?

Etología

 

Brandon Keim es un periodista independiente especializado en animales, naturaleza y ciencia que en 2019 escribió un artículo donde se preguntaba hasta qué punto es diferente la especie humana del resto de especies animales. Recuerda en dicho artículo que, a principios de ese año, los investigadores del Instituto Max Planck y de la Universidad de Osaka informaron que los limpiadores de rayas azules, peces tropicales de hasta el dedo de largo conocidos por su entrañable práctica de mordisquear la piel muerta de la boca de peces más grandes y de aspecto aterrador, parecían reconocerse a sí mismos en un espejo. Los humanos generalmente hacen esto en la infancia. Se considera un hito clave del desarrollo, lo que significa un mayor sentido de uno mismo, separado de los demás y del entorno de uno. De hecho, este sentido de autoconciencia es una condición tan integral para la experiencia humana que es increíblemente difícil imaginar su ausencia. Sin embargo, solo un puñado de especies no humanas, incluidos varios grandes simios, elefantes asiáticos, delfines nariz de botella, urracas y mantarrayas han pasado la llamada prueba del espejo; así que el éxito de los peces limpiadores fue recibido con sorpresa y algo de escepticismo.

 

 

Los peces, después de todo, no suelen ser reconocidos como inteligentes, señala Keim. La sabiduría científica convencional sostiene que la autoconciencia implica una sofisticación cognitiva más allá de los limpiadores de cerebro pequeño. Sin embargo, cumplieron con los requisitos de la prueba. Estos peces nadaron boca abajo frente al espejo, un comportamiento que no se realizó en ningún otro lado, y trataron de eliminar las marcas que los investigadores habían hecho debajo de sus gargantas, de las cuales solo pudieron ser conscientes usando el espejo para inspeccionarse a sí mismos. Sin embargo, los investigadores rechazaron las implicaciones. Anotaron que la conciencia de sí mismos de peces limpiadores “requeriría un reajuste radical de nuestra escala cognitiva natural”, una concepción del reino animal que sitúa a Homo sapiens encaramado en la parte superior.

Como principio de la filosofía griega canónica, la noción de scala naturae finalmente encajó con las ideas cristianas de la humanidad (no de los animales) creadas a imagen de Dios, y luego con los esfuerzos coloniales para borrar las culturas indígenas, que consideraban que los animales poseían inteligencias comparables a las nuestras. Tales fueron los fundamentos de la ciencia de la Ilustración. Unos cuantos científicos, sobre todo Charles Darwin, rectificaron, pero en este asunto fueron apartados.

Según Brandon Keim, a mediados del siglo XX, el dogma científico trataba a los animales como máquinas de estímulo-respuesta sin sentido. Si las personas ajenas a la ciencia no siempre fueron tan reduccionistas, esos puntos de vista todavía moldearon la cultura y la autocomprensión a nivel de especie. Al preguntar sobre lo que nos hace humanos, la respuesta, por lo general, se daba en términos de diferencias. Sin embargo, con el debido respeto a los investigadores cuyos peces usaron espejos de manera confusa para inspeccionarse a sí mismos, muchos científicos ven ahora la prueba del espejo como la medición de una capacidad primaria y generalizada de autoconciencia: ese reajuste en la escala del ser ya está en marcha. Abundan los estudios de animales con mentes prodigiosas. Las ratas de laboratorio reproducen mentalmente caminos a través de laberintos e imaginan rutas alternativas. Las abejas pueden ser entrenadas para hacer sumas y restas básicas; los nidos de pájaros, cuya construcción se descartó por mucho tiempo como puramente instintiva, muestran un sentido sofisticado de las propiedades estructurales de diferentes ramas y palos; las ardillas pueden almacenar semillas para el invierno, demostrando que son capaces de hacer planes para el futuro. Muchos animales, por supuesto, como los humanos, también viven en el pasado y en el futuro.

 

 

Otra capacidad invocada como únicamente humana es la del lenguaje. De hecho, no hay evidencia de que otras especies posean nuestra habilidad para acuñar palabras y organizarlas, como estas mismas líneas. Sin embargo, al igual que con la autoconciencia, el énfasis en el lenguaje humano como excepcional ha oscurecido la riqueza de la comunicación animal. El carbonero japonés, un pariente de nuestro carbonero común, se encuentra entre las especies cuyas vocalizaciones son sintácticas, es decir, el orden determina el significado. Si cambia el orden de las llamadas utilizadas para convocar a compañeros en respuesta a un depredador que se aproxima, ya no provocará la misma respuesta. Investigadores de la Universidad de Zúrich han descubierto que los monos tití no solo se comunican por medio de dialectos diferentes según la región en que vivan, sino que son capaces de aprender un nuevo dialecto cuando se trasladan a otra zona. Puede que no sea “lenguaje”, pero ciertamente es similar a lo que entendemos por lenguaje, y se puede lograr mucho con solo unas pocas señales. Y una gran cantidad de significado no requiere nada parecido al lenguaje, si consideramos la importancia de una mueca o una sonrisa o un abrazo. Los carboneros, al parecer, pueden imaginar mentalmente aquello de lo que están hablando. Es como cuando escuchamos una palabra, como “¡serpiente!”, y pronto aparece una imagen en nuestra mente. Ahora los científicos están descubriendo que esta propiedad básica del lenguaje humano es compartida por ciertas aves y, tal vez, muchas otras criaturas.

 

 

La comunicación es fundamental para la comunidad, y la vida social es un motor evolutivo de inteligencia especialmente poderoso. Los cuervos reconocen los rostros de las personas que los molestaron años antes, y también se informan mutuamente sobre ellos. Esto no debería ser una sorpresa. La vida grupal requiere recordar identidades, evaluar habilidades e intenciones, y hacer juicios basados en la experiencia pasada. Muchos investigadores, dice Keim, todavía consideran las emociones animales como inferiores a las nuestras. Sin embargo, esa suposición también ha sido alterada. Los científicos usan ratas para estudiar los fundamentos neurobiológicos de la empatía, la capacidad de sentir los sentimientos de los demás, y los veterinarios reconocen el sufrimiento causado por la separación de las terneras de sus madres. Cuando una madre orca lleva el cuerpo de su bebé muerto durante semanas, como se sabe que hacen los delfines, muchos observadores consideran que la explicación más probable es el dolor.

Las comunidades animales no son solo sociales y emocionales. También adoptan decisiones. Muchos animales viven en grupos que lo hacen colectivamente, incluso democráticamente, si ello es posible en el mundo animal no humano. Los perros salvajes africanos, por ejemplo, parecen indicar su “voto” al estornudar, las manadas se mueven solo después de que un número de miembros lo haya acordado. Al margen de que los estornudos sean en realidad votos o no, parece evidente que las manadas tienen mecanismos de toma de decisiones grupales participativas. Es posible que sus relaciones no se rijan por la moralidad humana, otro rasgo humano que aparentemente nos define, pero algún tipo de comportamiento ético han de tener. Ver jugar a dos perros es observar una coreografía, cuando, en realidad, se trata de un acto de equidad, aprendizaje y colaboración. Algunas criaturas, como las ballenas jorobadas, que defienden focas de los ataques de las orcas, pueden estar motivadas por una moralidad explícita. Comprobamos en este vídeo que nuestra especie también puede contarse entre sus protegidas:

 

 

Toda esta investigación sugiere que la inteligencia humana no es la cúspide de la evolución, sino que representa un punto en el proceso. ¿Significa esto que los humanos no somos para nada únicos? No es así. Las capacidades y rasgos que nos definen son ciertamente excepcionales. Sin embargo, es difícil considerarlos sin resistir el impulso de diferenciarnos, de situarnos por encima. Es esta sensación de que el Homo sapiens es intrínsecamente más digno que otros animales, cuyas vidas e intereses no pueden ser tan importantes como los nuestros, lo que ha llevado a la Tierra al borde de otra extinción masiva. La premisa misma de la singularidad humana comienza a sentirse como un fetiche egoísta. ¿Qué pasaría si lo que “nos hace humanos” se concibiera, en cambio, como lo que es importante para nosotros, como el afecto, la salud o la capacidad de tomar decisiones? Podríamos reconocer que, en lugar de separarnos, la “humanidad” es algo que compartimos con muchas otras criaturas, y considerar lo que significa vivir de esa manera.