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Sin palabras
Corría el siglo XVII cuando afirmó que, si los animales no hablan, no es porque carezcan de los órganos apropiados, sino porque no están dotados de pensamientos. “Si pensaran como nosotros, tendrían un alma inmortal como la nuestra”, dijo. Era René Descartes, el mismo que sostenía aquello de “pienso, luego existo”, el considerado padre de la filosofía moderna y confiado a la luz de la razón que desarrolló la geometría cartesiana que ahora se estudia en las escuelas, un sabio para tantas áreas del conocimiento que dejó para la humanidad un valioso legado. Pero todo parece indicar que no anduvo fino en cuestiones de etología. No tardó Voltaire en calificarlo de bárbaro por afirmar que los animales carecen de sentimientos, cuando al humano le basta con el silencio para expresarlos.
Es suficiente un gesto, un movimiento, una mirada para mostrar que sentimos inquietud o tranquilidad, alegría o tristeza, miedo o serenidad, compasión o crueldad, empatía o insensibilidad… Y no es necesario saber hablar para que otros deduzcan que poseemos memoria, conocimiento, capacidad para pensar o sentimientos. Ya decía Voltaire que los animales eran depositarios de tales habilidades, y nosotros, si sabemos prestar la suficiente atención, podemos comprobarlo.
No debemos lamentar el hecho de que los animales no hablen y dejar por ello de estudiar su comportamiento. Jane Goodall llegó a sentirse como un miembro más de la familia de chimpancés que estudiaba, y no parece que estos le contaran gran cosa. No lo hicieron de palabra, pero sí con gestos, caricias y sonrisas. Los pingüinos no hablaban con David Attenborough, como tampoco lo hicieron los animales marinos con Jacques Cousteau ni los lobos con Félix Rodríguez de la Fuente, y ninguno de estos naturalistas fue a quejarse por esta razón. ¿Podemos adivinar qué siente un oso cuando se baña en una poza en plena canícula? ¿O cómo vierte amor una oveja sobre su cordero recién parido? ¿Podemos advertir la sensación de placidez de una lagartija tendida al sol? ¿O el alivio que siente un pájaro cuando picotea una suculenta fruta madura? ¿Somos capaces de percibir el miedo de cualquier animal ante una amenaza? ¿Puede ser magnánimo un depredador que perdona la vida a un rival? Si es así, ¿por qué? ¿Prestigio, poder, seguridad en sí mismo, conservación del estatus, carisma…? En nuestro mundo humano, un personaje como Hitler no es tan valorado como Mandela. Aun rozando el antropomorfismo, ¿valdrá la percepción de los demás como respuesta? Los animales se expresan con el lenguaje corporal. ¿Qué falta les hacen las palabras que con frecuencia son tan engañosas?
Carl Safina (1) trata de convencernos de la sensibilidad animal con profusión de ejemplos. A nosotros nos gustan las flores por su aroma o su color, y las regalamos al ser querido o las ofrecemos como homenaje a un difunto, de la misma forma que a las aves les atrae el plumaje o el canto de un congénere. ¿Podemos afirmar que no sienten algo, que no perciben nada, que no se están comunicando sentimientos? ¿Es posible dudar que todos los animales formamos parte de una misma comunidad?
Otro tanto cabría decir de esos animales que, por las circunstancias que sea, pierden contacto con sus seres queridos, y los llaman o esperan con paciencia, deteniéndose de vez en cuando, emitiendo algo parecido a una voz de ánimo, y les ayudan a incorporarse al grupo, a conseguir alimento. ¡Cuántas vidas habrá salvado esa perseverancia que algunos humanos llaman fe!
No debería sorprendernos el comportamiento animal conociendo nuestro origen como especie surgida del bosque —algo en lo que tendremos que centrar nuestra atención en algún momento—, tiempo en que compartimos el mismo espacio con otras formas vivas, en que el día y la noche tenían la misma duración, en que competíamos por idénticos recursos. En realidad, tenemos en común más de lo que creemos, las mismas sensaciones, aunque nosotros podemos expresarlas con palabras. Todos sentimos miedo, amor, preocupación, angustia, empatía, ganas de vivir, compasión, necesidades… O algo tan teóricamente humano como el altruismo, eso que empuja a los animales a proteger a los individuos de mayor edad que dependen del grupo para seguir adelante.
Descartes se equivocó. Aún vivía instalado en la idea de superioridad del ser humano sobre el resto de seres vivos, una idea que durante siglos sirvió para ignorar el sufrimiento de los animales, su interés por ayudar y proteger a sus semejantes, o la pena que sienten al perder a un ser querido, o su capacidad de amar. Esta idea, lamentablemente, resulta todavía extraña para algunos en la actualidad, pero no es tan difícil reconocer que no somos los únicos en tener sentimientos. Aunque parece que no siempre somos conscientes de ello.
(1) Safina, S. (2020). Mentes maravillosas. Lo que piensan y sienten los animales. Galaxia Gutenberg, Barcelona.