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Sorpresas nos da la vida
Sabemos que un 80% de humanos padece estrés o problemas coronarios —o ambas cosas—, y que un buen paseo por el bosque es un eficaz remedio contra esos males de la sociedad moderna. Sabemos también que millones de personas recurren a los baños termales para encontrar alivio al acoso que representa nuestra apretada agenda o para aplacar los efectos de afecciones cutáneas. Recurrimos a una dieta blanda en caso de padecer gastroenteritis. En fin, que más allá de atiborrar nuestro organismo con productos químicos, tenemos remedio para casi todo.
Esto, y más, lo sabemos, pero acaso andemos algo faltos de información sobre cómo los animales salvajes combaten el estrés, o para qué usan los osos de Yellowstone las termas sulfúricas o la fauna africana los lagos sódicos. Quizá tampoco sepamos lo que comen los pingüinos cuando padecen molestias estomacales o quién va al frente de un grupo de aves migratorias en formación de vuelo y por qué. Todo esto nos lo cuenta el zoólogo y etólogo alemán Vitus B. Dröscher (1) en una asombrosa y emocionante sucesión de curiosidades del mundo animal por la que el lector corre el riesgo de sentirse atrapado.
El zoólogo y psicólogo Vitus Bernward Dröscher (1925-2010) se introdujo en el campo de la ciencia del comportamiento y la fisiología sensorial, y de sus trabajos se desprenden importantes hallazgos científicos, especialmente en el campo de la biología del comportamiento, algo que ha sabido transmitir al público de forma emocionante y amena. Como divulgador, Dröscher no tiene precio, y esa labor de difusión de la vida animal le ha llevado a escribir en periódicos tan prestigiosos como Die Zeit, Die Welt y Frankfurter Allgemeine Zeitung. Seguramente si tuviéramos que nombrar al naturalista español más influyente de la historia, todos elegiríamos al recordado Félix Rodríguez de la Fuente. Pues Dröscher fue igualmente famoso y apreciado en Alemania.
Sostiene este científico en su libro Sobrevivir que los animales también sienten estrés por miedo al enemigo, que bien puede ser un depredador o un cazador humano, o por temor a no encontrar a su madre, o por tristeza tras haber perdido a un ser querido o un territorio. O sea, que el estrés no es patrimonio exclusivo de la tan agobiada especie humana, que no nos diferenciamos tanto de los animales como creemos. Tal vez lo que nos distingue sea nuestra capacidad de razonar, lo que nos sirve como freno de emergencia ante situaciones difíciles. El problema surge cuando falla la razón, que a los animales no humanos también les pasa. Dröscher expone, por ejemplo, la absurda situación de locura a la que pueden llegar los lemings, pero no hace falta viajar al Ártico para entenderlo. Todos los días vemos imágenes de peleas o batallas campales entre humanos, supuestamente racionales, pero de actitud igualmente loca y absurda. Si los lemings se ven obligados a cambiar de territorio compulsivamente, ¿no es lo mismo que deben hacer millones de personas en todo el mundo empujadas por el cambio climático, el hambre, la pobreza o la guerra?
Lo mismo podría decirse del miedo, una sensación que provoca bloqueo, estupidez, amenazas diversas para la salud… Dröscher dice que los animales experimentan similares consecuencias ante el miedo y concluye con la necesidad de aprender a convivir con el estrés de manera que llegue a estimularnos, que no nos destruya. Y aquí interviene la razón, que es lo que suele fallar.
¿Qué decir del mito de la eterna juventud? Quizá podría interesarnos poseer una “glándula mortuoria” que nos permitiera rejuvenecer cada año después de sucesivos apareamientos, como le pasa a la trucha arco iris de las costas del Pacífico norteamericano o al calamar. Si esta glándula aumenta sus secreciones, provoca el envejecimiento y la muerte por vejez, pero si el animal detiene esas secreciones, comienza a rejuvenecer de forma envidiable. ¿Qué pasaría si se descubriera que el ser humano posee tal “glándula mortuoria” controladora de la edad y se extirpase? ¿Alcanzaríamos una inmortalidad contra natura? ¿Lograríamos una vejez interminable cuajada de achaques? Quizá sea mejor que la ciencia siga ocupándose de otras cosas.
La idea que transmite Sobrevivir es que tal vez debamos poner en la reserva todo aquello que creemos saber de los animales. Es habitual que nos causen una primera impresión agradable, que se nos despierte ese lado de atracción por la vida animal que creemos poseer, pero que se viene abajo tras un acercamiento a sus costumbres o después de conocer que no es oro todo lo que reluce. No es necesario recordar con cuánta ligereza nos hacemos con una mascota que más tarde, cuando somos conscientes de lo que supone su cuidado y manutención, abandonamos sin el menor miramiento. Dröscher dice que “los seres humanos que reaccionan ante el esquema infantil con la exclamación «¡Oh, qué preciosidad!» no son realmente amigos de los animales. No hacen más que reaccionar de modo instintivo. El verdadero enamorado de los animales, por el contrario, ofrece a la criatura algo que en cierto modo recuerda al amor materno: su trabajo parece estar impregnado de alegría y se hace con satisfacción, un cariño que no se apaga ante el mal olor de los primeros pañales sucios”.
El respeto por indiviudos de más edad —mucha tela que cortar tiene el asunto en nuestra especie—, los remedios para conservar la salud, la prestación de servicios de higiene, cómo concilian el sueño las criaturas o cómo previenen la obesidad son temas que desfilan por las páginas de Sobrevivir antes de que Dröscher se ocupe de los peligros mortales del medio ambiente, qué atrae a los animales salvajes para convertirse en habitantes de la gran ciudad y adaptarse a la tan civilizada vida moderna a pesar de las intervenciones del hombre en la naturaleza, si pueden cometer suicidio, cómo se las arreglan para sobrevivir en ambientes de extrema hostilidad o con ciertas amistades peligrosas… Apasionantes asuntos que Dröscher aborda con un lenguaje claro, ameno, convincente, emocionante, divertido en ocasiones, apasionante, instructivo… Me faltan adjetivos. Lo mejor es leerlo.
(1) Dröscher, V.B. (1982). Sobrevivir. La gran lección del reino animal. Planeta, Barcelona