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Al margen, pendientes de un hilo
Ya lo sabemos. Que hay vida, mucha vida en la frontera, en los márgenes de los caminos, en los límites de nuestros campos. Vida que apenas somos capaces de apreciar porque no disponemos de tiempo ni interés para detenernos a observar, vida que, por tanto, no sabemos valorar. ¿Podemos decir lo mismo de esos seres alados que contemplan curiosos, desconcertados, nuestro paso veloz a bordo de un coche o un tren? Sí. Es probable que, como mucho, vayamos admirando el paisaje, literalmente en las nubes, sin ocasión ni ganas para distinguir de qué tipo de ave se trata. Extrañamente ni se inmutan al apresurado paso de un vehículo tras otro. Pero si intentas detener tu marcha y salir del coche, entonces emprenden el vuelo a las primeras de cambio. Y hay, vamos a verlo, muchas plumas que contar.
Pasaremos por alto a nuestros amigos y aliados, visitantes temporales donde los haya, las golondrinas y los aviones comunes, que ya fueron protagonistas en esta ventana hace algún tiempo, cuando ya advertíamos que cada año iban siendo menos por culpa de los pesticidas. Si llega un año en que nos coman los insectos —espero que no—, me temo que tendremos que recordarlos con añoranza. O a los vencejos, o a los murciélagos…
Veamos al hierático busardo ratonero (Buteo buteo), conocido durante algún tiempo como ratonero común, aunque finalmente ha recuperado su antiguo nombre castellano. Abundante, tolerante de nuestra presencia, adaptable a diferentes entornos y sus modificaciones, el busardo está presente en nuestros caminos y carreteras durante todo el año. Si está ahí, impávido, imponente sobre el poste de la luz o el teléfono, no es por capricho, porque le atraigamos especialmente. A poco que nos fijemos notaremos que está mirando al suelo, sin abandonar la vigilancia ante posibles peligros —nosotros incluidos—. Y es que por el suelo anda su pitanza, topillos huraños y huidizos ratones, también reptiles y aves. A duras penas podrán escapar de las garras de la rapaz, que tampoco desdeña alguna carroña ocasional.
Sin prestar la suficiente atención podríamos confundir al busardo con el milano real (Milvus milvus). Ambos despliegan una silueta bastante parecida, pero el planeo del milano es más sostenido, en cierto modo similar al del buitre. El busardo combina un suave planeo con unos cuantos aleteos. Advertimos sus alas anchas terminadas en plumas que parecen dedos, y una amplia banda clara que recorre su silueta de extremo a extremo, pero, sobre todo, su cola en forma de abanico. El plumaje del milano, sin embargo, tiene unas manchas claras en los extremos alares y la cola es ahorquillada. Como buitres y alimoches, el milano es carroñero, de modo que forma parte del servicio de limpieza de nuestros ecosistemas. Su objetivo al planear sobre la carretera es esperar que algún incauto animalillo sea atropellado por nuestro vehículo.
Deberíamos observar con mayor detenimiento esa otra rapaz que se cierne casi inmóvil sobre el labrantío, el cernícalo vulgar (Falco tinnunculus), más frecuente que el cernícalo primilla (Falco naumanni). Más pequeño que el busardo y el milano, de alas puntiagudas, plumaje pardo moteado, rápido aleteo y cola casi rectangular, el cernícalo localiza desde lo alto a sus presas, pequeños mamíferos, grandes insectos, reptiles y pequeñas aves.
Como ya tuvimos ocasión de conocerlos, no nos detendremos en los diferentes córvidos que pueblan nuestros campos y que de alguna forma hacen la competencia al milano en materia culinaria. Pero hay otras aves de librea igualmente negra, aunque más pequeñas, que tenemos que distinguir. Se trata del estornino negro (Sturnus unicolor) y el mirlo común (Turdus merula). Primer detalle importante: el primero es gregario, forma filas perfectamente alineadas sobre los cables de la luz y vuelan en grupos muy bien coordinados, a veces tan numerosos que forman auténticas nubes.
El mirlo, en cambio, prefiere la soledad y nunca vuela en grupo. Más de cerca observamos que el estornino tiene la cola muy corta y la del mirlo es larga, el estornino camina despacio y el mirlo dando saltos, el plumaje del primero está salpicado de pequeñas manchas claras y el del segundo es totalmente negro —algo más ceniciento en la hembra—. En fin, que ya no deberíamos tener problema alguno para saber quién es quién.
Venido cada año desde África, se le ha colocado el apellido “europeo”. Y él, como renunciando a esa gracia, volverá a irse por donde vino. Es el abejaruco (Merops apiaster), especializado, como su nombre indica, en el consumo de abejas. No parece que los apicultores vayan a ser sus mejores amigos, que tal vez no valoren que avispas, moscardones y libélulas también forman parte de su dieta. No se puede acusar a estas aves de no aportar colorido a nuestros campos, unas llamativas tonalidades que ya hacen fácil su identificación tanto en vuelo como posados en los cables.
A punto de acabar, nuestro viaje pasa cerca de un edificio en ruinas, donde detectamos la presencia, quizá ocasional, de ganado y de una vegetación que anuncia agua, elementos necesarios para garantizar la existencia de insectos. Pues no andará lejos la lavandera blanca (Motacilla alba), muy común en los pueblos. Corre, más que camina, sobre el suelo en todas direcciones, y cuando se para balancea su larga cola de arriba abajo, compulsiva. Las manchas negras en el píleo —parte superior de la cabeza— y en el pecho la hacen inconfundible.
Y por allí cruza el camino, más discreta de colorido, de la misma tonalidad que el suelo, la cogujada común (Galerida cristata), de correteo inquieto, con su coqueta cresta en plan roquero, buscando semillas y pequeños insectos.
Llegará un día en que veamos desaparecer los tendidos de la luz y el teléfono. Ya se sabe lo que avanza la ciencia… En tal caso estas aves de frontera no tendrán hilos a los que agarrarse ni postes sobre los que asentarse. Tal vez solo les queden los matorrales que dividen los campos y a los que tampoco tenemos gran aprecio. Conviene recordar una vez más el error que suele cometerse al eliminar esos setos que vemos pasar a la velocidad de nuestro vehículo, setos llenos de vida que ignoramos de forma insensata, porque con tal necedad estamos eliminando parte de la protección que aún le queda al suelo, estamos trabajando a favor de la desertificación y en contra de la biodiversidad. Desdeñamos ese matorral vivo sin reconocer que son alimento y protección para multitud de pequeñas aves, mamíferos y reptiles que nos observan, alzados como estamos en nuestro pedestal de grandeza, exhibiendo nuestro orgullo como especie, a pesar de no ser capaces de apreciar lo evidente, que la vida que dejamos al margen queda pendiente de un hilo.