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Esas curiosas hormigas agricultoras
Edward O. Wilson, biólogo y ecólogo al que me he referido repetidas veces en este espacio virtual, es también mirmecólogo, es decir, un estudioso de las hormigas. En su obra La conquista social de la Tierra (Debate, 2012) nos ayuda a conocer mejor a estos pequeños —o quizá no tanto— invertebrados que suelen pasar desapercibidos en nuestros paseos por el campo. Y de alguna manera los equipara a la especie social más compleja, la humana.
Según los libros en los que venimos estudiando desde la escuela, el hombre inventó la agricultura. Pero quizá un pequeño detalle sirva para, al menos, poner en duda esta afirmación. Los primeros homínidos organizados, con división del trabajo incluida, aparecen hace unos 3 millones de años, y tardaron casi todo ese tiempo en domesticar las plantas y los animales. Para entonces las hormigas y sus parientes los termes ya llevaban 120 millones de años sabiendo lo que era una sociedad organizada.
A poco que dediquemos unos minutos a observar las evoluciones de las hormigas, veremos que van y vienen en frenética marcha buscando pequeños fragmentos de plantas —grandes para ellas— o cargadas con ellos, o bien despedazando el cadáver de algún otro invertebrado. “Están acaparando comida para el invierno”, decimos recordando la fábula de Esopo y que La Fontaine hizo famosa. Pero no es así. Lo que hacen en realidad es transportar esos trozos de plantas o de animales hasta su nido, donde mastican el material hasta formar un mantillo que fertilizan con sus propias heces. “Sobre este rico material cultivan su principal alimento, un hongo que no se encuentra en ningún otro lugar de la naturaleza”, dice Wilson.
Para apreciar mejor la importancia de estos pequeños insectos, este biólogo estima su número en 10 elevado a 16, y añade: “Si, por término medio, cada hormiga pesa la millonésima parte de un ser humano, puesto que hay un millón de veces más hormigas que humanos (del orden de 10¹º), todas las hormigas que viven en la Tierra pesan aproximadamente tanto como todos los humanos. Wilson concluye su imaginario cálculo así: “Si pudiera reunirse a todas las personas vivas y amontonarlas como si fueran troncos, el resultado sería un cubo de poco más de un kilómetro de lado. De modo que si todas las hormigas pudieran recolectarse y amontonarse igualmente, constituirían un cubo de tamaño similar”.
Si esto es así —y no me propongo cuestionar lo que dice Edward O. Wilson—, podemos inferir que la densidad de una hormiga no debe ser muy diferente de la del ser humano. Así pues, no son tantas las cosas que nos distinguen de esos diminutos y despreciables seres que a veces vilipendiamos con saña.
¿No se merecen las hormigas que las conozcamos mejor para que aprendamos a respetarlas? Bueno, pues próximamente descubriremos su faceta como ganaderas.