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Safari en la ribera
Aún no ha amanecido, pero la luz muestra ya sus primeros intereses por entrar en el fondo de la hoz. La lámina de agua transcurre apacible a pocos metros de la carretera. La mañana viene gélida y advierto un leve vaho elevándose sobre la turbidez verdosa, señal de que el aire está más frío que el agua. En la orilla contraria, a unos ciento cincuenta metros, se yergue impasible, inmóvil, la garza, en la desembocadura del arroyo. Pero hoy mi objetivo es otra avecilla más inquieta y difícil de atrapar con la mirada. Hace unos días alcancé a ver dos martines pescadores que volaban desde mi orilla hacia la opuesta, y luego se desplazaron río abajo hasta unos arbustos. Allí se quedaron unos minutos. No sé si me detectaron, pero no se movían. Acaso supieron de alguna forma que no llevaba mi cámara. Se amontonan las oportunidades cuando es así, qué le vamos a hacer.
Me siento en un puesto de pescadores a esperar. El repentino descenso de un ánade real en vuelo rompe la quietud del momento. El ave se desliza unos metros sobre un espejo líquido que refleja la riqueza cromática del otoño. Atrás ha dejado a la hembra, que ya navega por la orilla opuesta. Poco a poco se van acercando, como si se hubieran citado frente a mi posición. Sorprende que demoren su avance, señal de que no debe inquietarles mi presencia. Más parece que esperen recibir algunas migajas de pan, que es a lo que se vienen habituando en la ciudad.
Súbitamente cruza frente a mí un martín pescador, trazando a escasos centímetros del agua una fugaz línea azul en marcado contraste con la oscuridad verdosa. Miro hacia el origen de ese vuelo y desecho la idea de encontrar el talud donde pueda encontrarse su túnel-nido, una estrecha galería excavada en la pasada primavera, con desnivel ascendente para evitar inundaciones. Cruzo el puente para continuar la búsqueda río abajo. Camino lentamente, mirando en ambas orillas. Mala suerte. Me detengo varias veces por ver si, con un golpe de fortuna, es el martín quien me localiza a mí. Nada.
Una sutil agitación del agua llama mi atención. A veces son los peces quienes saltan cortando la superficie en busca de algún insecto despistado, pero no, esta ligera turbación ha sido provocada por otro de los habitantes de la ribera, la nutria. En efecto, por allí se percibe, muy cerca de la orilla, tan oscura como las sombras que proyecta la vegetación, abriendo el agua como hiciera un cuchillo caliente en la mantequilla. De pronto se sumerge y desaparece entre la vegetación. La nutria es una experta nadadora capaz de pasar más de cinco minutos bajo el agua. Tal vez tenga por allí su madriguera, una guarida provista de una abertura a ras de agua y un agujero de ventilación no muy lejos de allí. La densa maraña de vegetación —carrizos, ramas de chopo, sauces— no me permite seguirle la pista, de modo que continúo la búsqueda del intrépido martín.
El azar no me es esquivo. Al otro lado del río, con el oscuro verdor otoñal como fondo, destaca una hermosa pincelada de azul brillante. Allí está el pequeño martín pescador, posado en una desnuda rama de fresno, a poco más de un metro de altura sobre el agua, a la espera de que algún incauto pececillo se agite a unos diez o veinte centímetros bajo ella para lanzarse en picado a su captura. También espero yo que se produzca la escena, un minuto, tres… Finalmente, el martín sale volando río abajo en busca de otras oportunidades, y yo prosigo mi camino.
En la desembocadura del arroyo se mantiene inalterable la garza, las patas sumergidas, el cuello flexionado y la cabeza casi entre las alas. La misma estampa, idéntica posición que cuando la vi hace casi una hora. Yo, en su lugar, me habría puesto a saltar tras tener los pies en el agua solo un minuto, a ver si me entraban en calor. Es lo que pasa cuando algo caliente entra en contacto con algo frío, el flujo térmico va del calor al frío hasta que todo está a la misma temperatura y se alcanza el equilibrio. En el caso de la garza, el flujo de sangre hacia las patas se reduce, de modo que no pueden enfriarse o tardan mucho más en hacerlo. Imagino que esto debe ayudarles a permanecer horas con las patas metidas en el agua.
Un carbonero garrapinos se columpia de rama en rama tratando de distraerme de estas observaciones. Tal vez lo único que logra es darme la despedida.