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Saltarines
En una de mis últimas caminatas por el monte, en plena otoñada, acerté a sentarme sobre una piedra para consultar el mapa del recorrido. Me quité los guantes y en pocos segundos el papel se fue cubriendo de unas pequeñas manchas oscuras que parecían mosquitos pues, además del tamaño, escapaban al menor movimiento de la mano. Pronto aprecié que me había sentado sobre una colonia de esos diminutos seres que también estaban invadiendo mis guantes.
Llamados vulgarmente saltarines, pertenecen a un grupo de insectos primitivos sin alas (Apterigotos), cuya estructura torácica sugiere que nunca han tenido alas a lo largo de su evolución. Son tan primitivos que algunos autores sugieren la conveniencia de no incluirlos entre los insectos, a pesar de presentar tres pares de patas torácicas. Así, podemos encontrarlos en una clase nueva llamada Entognatha dentro del filum Arthropoda. Otra diferencia con la clase Insecta es su metamorfosis, que es ligera o inexistente.
Los colémbolos, que así se llaman estos saltarines, en general apenas superan los 5 mm de longitud. Su cuerpo cilíndrico está dotado de un apéndice bifurcado en el extremo posterior llamado fúrcula que les permite saltar si se sienten molestados. Viven en el suelo, entre la hojarasca, las piedras o el barro, formando agrupaciones de extensión y aspecto variable a modo de manchas de aceite. Pero también podemos verlos flotando en charcos, como se aprecia en este vídeo.
Este es el colémbolo acuático (Podura aquatica L.), con un cuerpo azul grisáceo o negro de apenas 1,5 mm, capaz de desplazarse sobre la superficie del agua como hace el zapatero gracias a la tensión superficial. Ni siquiera el impulso ejercido por su larga y plana fúrcula rompe esa tensión del agua. Visto de cerca, tiene cierto parecido con Michelín, ya que su cuerpo es rechoncho y arrugado con patas y antenas cortas.
Tal vez sean los artrópodos terrestres más numerosos del planeta. Hay alrededor de 1.500 especies de colémbolos, pero lo más llamativo es su densidad: puede haber hasta 60.000 individuos por metro cuadrado. Parece que se alimentan de las escasas algas que encuentran en los charcos y el barro, de los granos de polen transportados por el viento o de materia orgánica en descomposición. En todo caso, siempre podremos encontrarlos en lugares húmedos, pues son bastante sensibles a la desecación, quizá debido a que su cuerpo no está tan bien protegido por la quitina como los artrópodos. Es curioso comprobar cómo su aparentemente frágil anatomía les permite soportar las bajas temperaturas del crudo otoño de la montaña. El día que tomé estas imágenes, a mediados de noviembre, no habría más de 3 o 4 grados.
En su vientre destaca un órgano llamado tubo ventral que parece servir para respirar, absorber agua y adherirse al sustrato. De hecho, el nombre de colémbolos se refiere a esta idea (kolla = liga, cola; embolo = estaquilla, clavija). También se aprecia la fúrcula, que en estado de reposo está replegada hacia delante, a ambos lados del tubo ventral. Cuando el animal se siente acosado, la suelta y se desplaza en el aire hacia delante. Este sistema, sin embargo, no es su método usual de locomoción: los colémbolos andan y corren por el suelo moviendo las antenas en busca de paso o alimento.