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Vagamundos
“A eso de las diez oí pasar por encima de mí una docena de aves de gran tamaño. Supuse que eran gansos, probablemente la avanzadilla de la gran oleada migratoria que emprendería la especie en un plazo de cinco semanas. Chapotearon al posarse en el agua a solo 10 metros al sur, y allí se quedaron toda la noche, emitiendo un sonido semejante al ladrido de un perro de caza.”
Robert Macfarlane
Naturaleza virgen
Un extraño sonido gutural interrumpe la paz y el sosiego del camino. Miro a mi alrededor y no logro localizar el origen de ese original murmullo. Pero un dibujo casi geométrico sobre el lienzo nuboso del cielo llama mi atención. Ahora caigo en la cuenta: las aves viajeras inician su migración anual hacia sesteros más propicios y ambientes más benignos. Ya el creciente silencio, que poco a poco venía envolviendo al camino, anunciaba esta posibilidad hecha realidad. Solo algunas avecillas sedentarias quedarán con nosotros para soportar los rigores invernales. Otras, las que ahora advierten ruidosamente su partida, comienzan su largo y enérgico éxodo, pregonando quizá su deseo de volver.
Grullas en formación geométrica.
Una ceremonia vigorosa, sin duda, para la que se han estado preparando a conciencia en las últimas semanas estos peregrinos del aire. Un ritual de aparente sinsentido, pero de asombrosa precisión, de las tierras de alimento a las tierras de perpetuación y cría. Donde quiera que vayan, recorriendo rutas a veces infernales que convierten su viaje en una hazaña, encontrarán comida, tranquilidad y mejores temperaturas que las que se nos avecinan. Pero ¿por qué hacer tantos kilómetros habiendo lugares igualmente propicios y probablemente más cerca? ¿Cómo logran encontrar los nidos que dejaron en la temporada anterior? ¿Quién o qué les orienta?
Los viajes de estas aves, ya los hagan de una tacada o en varias etapas, responden a una necesidad de sobrevivir, y siempre se hacen con la intención de volver, a pesar del esfuerzo y de los peligros que conllevan. El trabajo en equipo viene a minimizar tanto el esfuerzo como el peligro. Llegaron a nuestros campos con la condición de no quedarse y se irán con la promesa de regresar. Cuando alcancen su destino, esa energía se volcará en la familia.
El hecho de seguir rutas perfectamente definidas en sus desplazamientos ha sido un misterio para la ciencia. Dicen que estas aves son capaces de orientarse por el sol y las estrellas, como siempre han hecho los navegantes humanos. Además, parece que su cerebro es capaz de percibir el campo magnético terrestre.
Si nos faltaban argumentos para conservar los espacios de parada y fonda, aquí tenemos uno más. Si estas llanuras y aguazales fueran impracticables por las aves aventureras, de seguro que no volverían y nuestra biodiversidad se vería seriamente dañada. Por eso, su viaje de ida y vuelta es un mensaje de esperanza: si finalmente deciden regresar, será porque encuentran aguas y campos favorables, campos a veces labrados y transitados, lo que demuestra que las aves migratorias no rehúyen a los humanos, no se incomodan por su cercanía.
Siempre recordaré aquella mañana de septiembre en que, llegando a la escuela, observé cómo poco a poco se iban concentrando las golondrinas en los cables de la luz, a pocos metros por encima de mi cabeza. Poco parecía importarles mi paso, se las veía pendientes de que la colonia fuera acudiendo a la cita. Con su gorjeo sostenido se diría que estimulaban esa congregación. Pocos minutos después el silencio en la calle era atronador y el cable volvió a recuperar su dibujo lineal y monótono. Alguien debió dar la orden de inicial el viaje dejándonos una vez más a la espera de una nueva temporada.
Golondrinas preparadas para iniciar la marcha.
Robert Macfarlane cuenta así una de sus maravillosas vivencias en la naturaleza virgen:
"Llegó la noche, sin luna pero clara. Tumbado y enfundado en el saco de dormir, observé las siluetas de los pájaros que pasaban volando y las estrellas que empezaban a asomar, primero una, luego dos, luego cinco, seis, y después tantas que no podía contarlas. Cayó una lluvia de meteoritos; las Perseidas de septiembre. Empezaba a distinguir el rápido movimiento de otros cuerpos luminosos: la trayectoria orbital de los satélites, y otros objetos más bajos que parecían inmóviles en la oscuridad. Eran los aviones comerciales que llegaban al aeropuerto de Stansted, colando a más de 3.000 metros de altura. Caí en la cuenta de que me hallaba entre dos vías aéreas, entre dos migraciones: la humana y la de las aves."