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Clima, deforestación y caída de un imperio
Siglos III-II a.e.c (1). Los recursos madereros de la península itálica son considerables, ya conocidos y explotados anteriormente por los griegos. En las inmediaciones de la primitiva Roma crecían extensos bosques, tan tupidos e impenetrables que pocos osaban adentrarse en ellos. Estos bosques proporcionaron a Roma la materia prima para su posterior desarrollo y expansión, lo que a su vez se convirtió en causa de su destrucción: el crecimiento de la población y de las ciudades requería espacio, y se consiguió a costa de los bosques. Atentar contra la vida de los árboles era cometer un sacrilegio; por esto, sus leyes y los decretos de sus magistrados señalaron la cualidad sagrada de los bosques, e imponían penas severísimas a quienes hubiesen causado el más mínimo daño a un árbol o a sus frutos (2).
Como venía sucediendo en siglos precedentes, los avatares del clima (inundaciones, seguías, heladas, olas de calor) afectaban a la vida y la economía de sus habitantes. Entre los años 300 a.e.c. y 200 e.c. hubo lo que se conoce como óptimo climático, en el que el clima era inusualmente benigno, y tanto la economía agraria como la población prosperaron a la par. Pero hacia el año 250 e.c. se inició un periodo caracterizado por la incertidumbre climática, en el que se alternaron décadas secas y húmedas acompañadas de veranos fríos (3). Este periodo se prolongó hasta mediados del siglo VI. Dos sucesos vinieron a solaparse en este tiempo: la desintegración del Imperio de Occidente —en el año 285 el imperio romano se partió en dos, Oriente y Occidente— y las grandes migraciones de las tribus del norte. Las tribus germánicas, esas que los romanos llamaron bárbaros, traspasaron las fronteras del imperio e invadieron Roma el año 410. Se desplazaron también hacia el oeste huyendo de los hunos, que a su vez migraban desde Asia Central, al parecer empujados por la sequía en sus tierras de origen.
La invasión de los bárbaros (1887), óleo del pintor madrileño Ulpiano Checa.
Según parece, un tercer elemento pudo influir en el declive del Imperio Romano, las epidemias de malaria, enfermedad mortal muy común en aquellos días en toda la cuenca mediterránea. Los índices de mortalidad eran muy elevados, especialmente entre la población infantil, y la plaga tenía su máxima repercusión en los meses de cosecha, a finales del verano y principios del otoño. Esto provocaba que los agricultores tuvieran que guardar cama y dejaran descuidados los campos. La influencia sobre la productividad agrícola y de alimentos fue decisiva. Tengamos en cuenta que solo en la ciudad de Roma vivía un millón de personas, que la administración tenía 35.000 empleados y el ejército contaba con más de medio millón de soldados. Además, en el Imperio había más de mil ciudades, y todas dependían de las tierras de cultivo a su alrededor para los suministros.
Peste en Roma, un lienzo de Jules Elie Delaunay
No podemos descartar que aquel periodo de incertidumbre climática intensificara los efectos devastadores de la malaria. Y no olvidemos que hasta el siglo II e.c. hubo una intensa actividad constructora para la que había que proporcionar una colosal cantidad de madera. La deforestación adquirió dimensiones bíblicas, creando las condiciones idóneas para generar ambientes cenagosos, propicios para el mosquito de la malaria. Así se cerró el círculo de una caída.
Como vemos, el clima puede explicar en parte el auge o el declive de una civilización, pero hemos de considerar la combinación de otros factores no menos decisivos, como la falta de interés por la conservación de los ecosistemas, la vulnerabilidad y resiliencia de las sociedades, el incremento y la movilidad de la población, la incidencia de elementos externos como las epidemias, o la propia estructura socioeconómica y política. Ahora, conocidos los ejemplos que nos ha dado la historia de la humanidad, surge la cuestión de si seremos capaces de reaccionar a la crisis climática actual, aun pudiendo predecir la llegada de amenazas globales, o si dejaremos que sean los líderes políticos quienes tomen la iniciativa.
(1) Para evitar convencionalismos sesgados, utilizaré e.c. (“Era común”) y a.e.c. (“Antes de la Era común”), una notación cada vez más habitual. Son equivalentes a d.C. (“después de Cristo”) y a.C. (“antes de Cristo”), respectivamente.
(2) Rodríguez Laguía, J. (2019). El hombre y su entorno. Memoria de una relación. Edición propia, Cuenca.
(3) Trouet, V. (2021). Escrito en los árboles. Crítica, Barcelona.