Esta web utiliza cookies, puedes ver nuestra política de cookies, aquí Si continuas navegando estás aceptándola

Blog

El año sin verano

Historia

 

Pasé el verano de 1816 en los alrededores de Ginebra. La temporada era fría y lluviosa, y por las noches nos agrupábamos en torno a la chimenea. Ocasionalmente nos divertíamos con historias alemanas de fantasmas, que casualmente caían en nuestras manos. Aquellas narraciones despertaron en nosotros el deseo juguetón de emularlos. Otros dos amigos (cualquier relato de la pluma de uno de ellos resultaría bastante más grato para el lector que nada de lo que yo jamás pueda aspirar a crear) y yo nos comprometimos a escribir un cuento cada uno, basado en algún acontecimiento sobrenatural.

 

Un verano atípico donde los haya, si es que a eso se le puede llamar verano. Las líneas precedentes corresponden al prólogo de la novela Frankenstein, de Mary Shelley (Londres, 1797-1851), nacida como Mary Wollstonecraft Godwin y educada en el seno de una familia de filósofos, William Godwin y Mary Wollstonecraft, activa feminista que murió tres días después de dar a luz a Mary. En 1814 la escritora se enamoró de Percy Bysshe Shelley y, tras el suicidio de la esposa de este, se casaron a finales de 1816. Uno de los amigos a los que se refiere Mary en el prólogo era George Gordon Byron, más conocido como Lord Byron. Las circunstancias, como vemos, reúnen todos los elementos del periodo romántico.

Aquel verano de 1816 las condiciones meteorológicas fueron horribles, y Mary se vio obligada a pasar mucho tiempo encerrada en Villa Diodati, residencia de Byron en Ginebra, con su pareja y amigos. Para entretenerse, no se les ocurrió cosa mejor que contarse historias de terror, y una de ellas fue el germen de Frankenstein. Vivieron aquellos días totalmente ajenos al origen de aquel extraño frío en pleno verano, algo que había sucedido el año anterior a miles de kilómetros de Ginebra: la erupción del volcán Tambora, en Indonesia.

 

Vista aérea de la caldera del Monte Tambora en la isla de Sumbawa, Indonesia. (Creative Commons)

 

El norte de la isla de Sumbawa experimentó una ciclópea sacudida el 11 de abril de 1815. La erupción del volcán —la mayor de las registradas en la historia— rebajó la altitud del monte desde los 4.300 metros iniciales hasta los 2.850 metros, creando una caldera con un diámetro de 6-7 kilómetros y una profundidad de 600 a 700 metros. La explosión se escuchó a más de 2.000 kilómetros de distancia y acabó con la vida de 60.000 personas. Aun estando tan lejos, provocó efectos devastadores en el clima de todo el planeta, pues emitió una enorme cantidad de dióxido de azufre a la estratosfera, donde se convirtió en una especie de manto en forma de aerosol que impidió la entrada de los rayos solares. Esto es lo que redujo la temperatura global. Los científicos saben que las erupciones volcánicas antes del siglo XIII, registradas en los testigos de hielo extraídos en la Antártida y el Ártico, fueron seguidas de un enfriamiento que quedó grabado en los anillos de crecimiento de los árboles, no de uno o dos años después, sino de siete años más tarde (1).

Mary Shelley ignoraba que estaba viviendo los estertores de lo que han convenido los climatólogos en llamar la Pequeña Edad de Hielo, un periodo de la historia que se prolongó desde 1300 hasta 1850, caracterizado por súbitos y drásticos cambios climáticos en los cuales se pasaba de un calor extremo a un frío intenso. Estas frecuentes e imprevisibles oscilaciones térmicas se traducían en hambrunas, enfermedades y dolor, pero también en singulares ejemplos de cómo el hombre supo adaptarse a las circunstancias (2). Pieter Brueghel el Viejo (c. 1525-1569) acertó a reflejar este largo invierno en su obra Cazadores en la nieve, y son famosas las ferias que se celebraban sobre el Támesis helado entre los siglos XVII y XIX, lo que permitía que se disputaran carreras de caballos y coches. Se cuenta que en 1814 pasearon un elefante sobre el hielo.

 

Cazadores en la nieve

 

Vista del río Támesis en 1814 por G. Thompsom / Museum of London

 

Aquel año de 1816 se conoció como “el año sin verano”, y en él nace Charlotte Brontë, Napoleón es desterrado a la isla de Elba y Gioachino Rossini presenta El barbero de Sevilla. Las cosechas fueron un fracaso en toda Europa y los precios subieron tanto que los productos de primera necesidad quedaron fuera del alcance de los más pobres. El descontento popular, los saqueos, las protestas y la violencia se esparcieron por Europa hasta el año siguiente. Cualquiera diría que estamos asistiendo a las noticias del siglo XXI.

Nuevos estudios especulan con la posibilidad de que la Pequeña Edad de Hielo tuviera su origen en una época de calentamiento inusual, debido a un flujo de agua caliente mayor de lo habitual desde el sur hacia el Ártico. Esto provocaría el derretimiento de una gran cantidad de hielo y el colapso de las corrientes marinas. Fuera como fuese, tuvo una decisiva influencia en la biodiversidad de planeta. Numerosas especies animales se vieron obligadas a buscar aguas y tierras más meridionales, desplazadas por el empuje de los hielos. Y los árboles experimentaron una sensible reducción en su desarrollo, lo que se manifiesta en la estrechez de los anillos de crecimiento.

No viene mal conocer estas historias, a ver si somos capaces de extraer alguna lección, por ejemplo, cuán vulnerable es la especie humana.

 

(1) Trouet, V. (2021). Escrito en los árboles. Crítica, Barcelona.

(2) Fagan. B. (2008). La Pequeña Edad de Hielo. Gedisa, Barcelona.