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Fuertes raíces (1)
Hija de unos misioneros presbiterianos, pasó la mayor parte de su vida en China. No debe extrañarnos, por tanto, que viviera bajo la poderosa influencia de la cultura oriental. Escribió sobre ella preciosas novelas, lo que le valió el Premio Nobel de Literatura en 1938. Sin embargo, las circunstancias hicieron que parte de su obra se publicara con nombre de varón, John Sedges. Se llamaba Pearl Comfort Sydenstricker Buck, aunque el mundo —especialmente el aficionado a la literatura— la conoció como Pearl S. Buck. En La estripe del dragón el viejo Ling Tan habla a la joven Jade según los usos que se transmitieron de generación en generación: “Cumple tu deber, hija. Recuerda que tu marido es mi hijo y su hijo mi nieto y que todo depende de ti. Cuando la mujer es fiel, no puede haber ningún mal. La mujer es la raíz y el hombre el árbol. Los árboles solo medran si la raíz es fuerte”.
A lo largo de la historia las mujeres se han visto relegadas a desempeñar funciones secundarias, ignoradas, sin posibilidades de participar en la toma de decisiones, encontrando cerradas las puertas de la cultura y la ciencia. Las mujeres han permanecido invisibles para muchas culturas, y solo algunas han sabido apreciar su destacado papel en la sociedad. Ha habido mujeres que destacaron en el terreno del conocimiento, la investigación o la conservación de la naturaleza, y algunas han sido capaces de exhibir su fuerza en el lado visible de la historia.
No lo tuvieron fácil antes de la Edad Media. Aristóteles, una de las luminarias de la humanidad, tiene la culpa. Consideraba la naturaleza de la mujer como un defecto natural (1). Hablaba de las mujeres como de una especie de varones mutilados. Si estas ideas han perdurado en el tiempo, ha sido porque la Iglesia las ha convertido en dogma de fe para los cristianos. El maestro de Aristóteles, Platón, estaba convencido de lo contrario: hombres y mujeres son iguales mentalmente y, por tanto, deben recibir la misma educación. No estaba tan convencido, sin embargo, sobre su fortaleza física, pues las consideraba inferiores.
Las mujeres griegas no destacaron, sin embargo, en el terreno de la ciencia debido a las restricciones impuestas por una sociedad patriarcal. Algunas supieron eludir el papel de amas de casa establecido e hicieron valiosas aportaciones, como Teano, mujer de Pitágoras, en matemáticas, o Aspasia de Mileto y Agnódice, en ginecología. Pero la Edad Media tampoco fue propicia para la mujer que vivía más inclinada al conocimiento que al sometimiento del varón. Pocas figuras surgieron además de la alemana Hildegard von Bingen. Las pocas que dedicaban su tiempo a cultivar la ciencia debieron atravesar épocas difíciles y soportar improperios de otros, como Fray Luis de León y Santa Teresa, que las calificaban de viragos, mujeres varoniles. Sin embargo, unas cuantas no asumieron la cerril idea de que sus cerebros no estaban hechos para pensar y se esforzaron por dejar huella.
María Sibylla Merian (1647-1717) se crio en Frankfurt entre talleres (1): la imprenta de su padre y el de pintura de su padrastro. En el primero cultivó su amor por los libros y en el segundo desarrolló sus dotes artísticas y de observación de la naturaleza. María pintaba flores, pero pronto comenzó a observar y reproducir los insectos que vivían en ellas. Las orugas y sus cambios fueron el centro de atención el resto de su vida. En un tiempo que aún bebía de la aristotélica teoría de la generación espontánea —los insectos surgían de la podredumbre—, María se dedicó a investigar la cría de orugas, al tiempo que perfeccionaba su técnica pictórica para reproducirlas fielmente. Así aprendió a recoger solo aquello que observaba de forma directa, pues “la única aproximación fiable al estudio de los fenómenos naturales es a través de la observación”. Combinando pintura, enseñanza e investigación, escribió también sobre la metamorfosis de la rana antes de que lo hiciera el inventor del microscopio, Anton van Leuwenhoek.
María Sibylla Merian junto a una de sus ilustraciones.
La principal obra de María Merian, Metamorphosis insectorum Surinamensium, donde describe los ciclos vitales de orugas, gusanos, polillas, mariposas, escarabajos, abejas y moscas de Surinam, le dio fama mundial como entomóloga y pintora. Murió tras sufrir una apoplejía que la dejó paralítica. En el siglo XIX su obra fue ignorada por quienes pensaban que no debía ser cierto todo lo que esa mujer había descrito sobre los insectos. Hoy países como Alemania y Holanda la aclaman como la primera entomóloga empírica.
A caballo entre los siglos XVIII y XIX la Ilustración aún no había llegado para iluminar unas mentes que seguían sin reconocer el trabajo científico de las mujeres. En esa época surgió la figura de Gabrielle Émilie de Bretenil (1697-1749), que supo relacionarse con gente como Voltaire o Isaac Newton, cuya obra Principia mathematica llegó a traducir al francés poco antes de su muerte. Émilie se erigió de alguna forma en portavoz de aquellas mujeres que solo pedían ser juzgadas por sus propios méritos o por la falta de ellos, pero no como la sombra de algún renombrado personaje o estudioso. “Puede que haya metafísicos y filósofos cuyo saber sea superior al mío, pero yo no los he conocido”, decía.
Gabrielle Émilie de Bretenil
El nacimiento de la ciencia química a mediados del siglo XVIII vino de la mano del francés Antoine de Lavoisier, padre para muchos de la química moderna por sus estudios sobre la oxidación de los cuerpos, la respiración animal, la ley de la conservación de la masa o la fotosíntesis, entre otros. Pero de pocos es conocida la figura de la considerada madre de esta ciencia, Marie Anne Pierrette Paulze (1758-1836), editora, ilustradora, traductora, ayudante y esposa de Lavoisier. Marie participó activamente en los debates y experimentos llevados a cabo con su esposo en el laboratorio. Lavoisier identificó y puso nombre al gas que hacía posible la combustión y la respiración, el oxígeno, y Marie contribuyó a demostrar la validez de los experimentos. Sin embargo, nunca figuró como autora o coautora de los mismos y de la obra escrita de su esposo. Y ello a pesar del Siglo de las Luces.
Dibujo realizado por Marie Anne Pierrette Paulze, a la que puede verse a la derecha tomando notas sobre una mesa. El dibujo representa experimentos sobre la respiración humana en el laboratorio de su marido.
Aún en el siglo XIX encontramos a Mary Anning (1799-1847), una de esas mujeres que se obstinó en realizar trabajos que la sociedad de la época consideraba de hombres. Ya de niña buscaba fósiles para venderlos a los turistas, pues la muerte de su padre había dejado a la familia sin medios de subsistencia. Tenía 11 años cuando se hizo cargo del negocio paterno. Su atracción por la paleontología continuó con los años, pero en los tiempos que corrían no pudo ir a la universidad, lo cual no le impidió convertirse en experta y dedicarse a esta ciencia de forma profesional. Demostró, por ejemplo, que los coprolitos eran excrementos fosilizados, y su trabajo fue clave para comprender la vida prehistórica y mostrar que se producen extinciones. Y, sin embargo, de sus esfuerzos se aprovecharon otros. Para los científicos solo era una intrusa. Mary Anning fue ignorada.
Mary Anning (Fuente: terceravia.mx/)
Marie Paulze sobrevivió a la Revolución Francesa, que se llevó por delante, sin embargo, la vida de Antoine Lavoisier. Y tras la Revolución, las mujeres accedieron a la universidad. A lo largo del siglo XIX continuó su lucha por la igualdad de condiciones con los hombres, y el acceso de las mujeres a la ciencia fue la culminación. Es el caso de la polaca Marie Sklodowska, cuya biografía es apasionante, más propia de una novela que de la historia de la ciencia. Es, posiblemente, la mujer científica más reconocida y recordada por todos, en especial por su nombre de casada, Marie Curie (1867-1935).
(Continuará)
(1) Muñoz Páez, A. (2017). Sabias. La cara oculta de la ciencia, Debate, Barcelona