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Naturarqueología
Mediado mayo, el día se muestra luminoso y agradable a 1.300 metros de altitud. El término “esplendor” viene que ni pintado para que el observador pueda referirse a las imágenes que ofrece la inmensidad del paisaje. Cuando la carretera desciende poco antes de llegar al pueblo de Uña, una densa masa de niebla algodonosa cubre los cañones del Júcar y se deja alumbrar por la luz del sol, reflejándola con brillo penetrante. La laguna está serena, en claro contraste con el ruido que emite una máquina desbrozadora no lejos de ella. El cuco mantiene una lucha sin cuartel con la segadora. Al cabo de unos interminables minutos, la máquina calla. El cuco también. Posiblemente esté celebrando su victoria. Es el turno del pinzón.
Todo esto sucede mientras caminamos en torno a la base del Picón de Peña Rubia, que no permite el paso de los primeros rayos de sol. La hercúlea peña deja en penumbra esta parte de la ladera, arenosa, salpicada de rocas en cuyas ásperas paredes quedaron adheridos pequeños cantos rodados merced a alguna misteriosa ligazón geológica. Estas rocas debieron formarse en el lecho de una ancestral y olvidada corriente fluvial. Andamos buscando vestigios de antiguos pobladores que habitaron este lugar hace unos quince siglos, aproximadamente. De aquí nace el incierto nombre que encabezan estas líneas. Las arañas han tendido sus redes entre las hierbas y deben encontrarse al acecho, esperando a los primeros incautos de la mañana. Diminutas gotas de rocío perlan sus delicados y poderosos hilos. Preciosa imagen a contra luz. Aulagas, tomillos, guillomos y gamones brindan un concierto de color en la sombra. Allí donde el sol va calentando el suelo se abren dientes de león y botones de oro. Los primeros cantuesos se unen a la fiesta.
Pero del objeto de nuestra búsqueda, nada.
Los troncos de algunos árboles y arbustos han exhibido su fuerza al ser capaces de partir la roca a medida que se agrandaba su talla. La raíz quedó expuesta tras la rotura pétrea y hubo de recubrir su piel con corteza protectora. A escasos metros sobre nuestras cabezas, dos carboneros garrapinos tratan de obtener el máximo partido a las flores de los quejigos. Otro, más allá, lleva prendido en el pico una pelusa blanquecina —a saber de qué— tal vez con destino a su nido. La máquina desbrozadora vuelve a tronar rompiendo el silencio, y el cuco se aleja. Derrotado.
Hemos recorrido y ascendido buena parte de la ladera. Nada. Y por fin, más abajo, casi a la altura del canal que trae el agua desde La Toba hasta la laguna, hallamos una sepultura excavada en la roca. Se encuentra en buen estado, sin maleza. Es antropomorfa, esto es, más ancha por un extremo que por el otro, y su orietación es este-oeste, con la parte estrecha hacia el este, la habitual en este tipo de túmulos que, según parece, data de tiempo de los visigodos (siglos VI-VII). No se observan en el entorno cercano restos de viviendas, lo que no es indicativo de su ausencia. No obstante, sabemos que otras necrópolis fueron halladas en lugares donde los recursos eran escasos, tanto como la población, y la forma de vida más extendida era la eremítica. Las gentes buscaban la soledad.
Al parecer, la orientación de estos enterramientos podía no ser uniforme, pues en algunas necrópilis se distribuían sin un orden establecido. Algunos de ellos disponían de una gran losa que servía para cubrir el ataúd, e incluso unos canales periféricos para impedir el paso del agua al interior de la cavidad. No es el caso de la que hemos encontrado aquí, aislada y simple. ¿Sería lo propio de un eremitorio prácticamente despoblado? ¿Tan pronto comenzó a vaciarse la Serranía?
Pero algo tienen en común unos y otros: el expolio que han sufrido al estar tan expuestos. Aquellas gentes que vivieron entre la ocupación romana y la musulmana solían enterrar a sus muertos con vasijas, objetos metálicos y abalorios de los que ya no quedan rastros. Y para ser más exactos, seguiremos la ruta indicada por el arqueólogo Miguel Ángel Municio Castro cuando afirma que no es correcto hablar de necrópolis visigodas, y las divide en tres tipos, necrópolis postimperiales, las propiamente consideradas como visigodas y las hispanovisigodas. Las personas que tengan interés en distinguir una de otra podrán despejar sus dudas en la web de Municio. Muy interesante.
A lo lejos sigue escuchándose el canto del cuco, que no quiere cuentas con la máquina desbrozadora.