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Para no andar al cabo
Hace algún tiempo decíamos que cuando llegaron los romanos no habían sufrido mucho los bosques de Iberia, y hacíamos referencia al Fuero de Cuenca en relación con la situación en que se encontraban nuestros bosques siglos después. Conviene ahora analizar cómo evolucionó nuestro interés como sociedad por mejorar el estado forestal de nuestros terruños, qué significó el Fuero para nuestros montes y qué pasó después.
Recordemos que Roma era un explotador voraz de recursos (1), incluyendo los forestales. Entendamos, por tanto, que esta época de desarrollo, como todas, implica unas evidentes consecuencias sobre los bosques. Más adelante, con el declive del imperio, la explotación continúa, pero más desordenada. Resultado: la mitad del territorio carece de cobertura vegetal. Desde entonces hasta el siglo XI no existen leyes que regulen la explotación forestal, y a finales del XII ve la luz nuestro Fuero de Cuenca, nacido por mandato de Alfonso VIII con arreglo a leyes no escritas y alimentado por el uso de la costumbre, es decir, lo que hicieron los autores del Fuero en algunos casos fue reflejar por escrito aquello que las gentes ya tenían por norma desde tiempos inmemoriales (2).
Diciembre. Ciclo dei mesi. Maestro Wenceslao, c. 1400. Castello del Buonconsiglio, Trento (fragmento).
Ya fuera por el cariño del rey a la escasa población de Cuenca o por lo mucho que le costó tomar la plaza, el caso es que nos concedió “sus montes, fuentes, pastos, ríos, salinas y minas de plata, hierro o de cualquier otro metal”. El objetivo de esta norma era facilitar la convivencia de sus destinatarios, esto es, “los habitantes de Cuenca y sus sucesores”. Era una especie de “código de la libertad” para regular “los asuntos de la cosa pública”. El Fuero es el origen de que el término municipal de Cuenca se extienda hasta los límites de Teruel y encierra, por tanto, la causa de que el Parque Natural de la Serranía de Cuenca incluya 34.278,94 hectáreas pertenecientes al término de la capital, de un total de 73.726 ha. Y es también el culpable de que el municipio sea el segundo término más arbolado de Europa, después de Ginebra (Suiza).
Era sin duda una época en la que se asumía que la vida depende del buen estado de salud de la naturaleza, y se comprendía la necesidad de regular la relación del hombre con el agua, los ganados y los bosques. Los árboles frutales, incluyendo robles y encinas, no eran ajenos a esa obligación de cuidado y respeto. La tala de un árbol y el corte de ramas estaban convenientemente castigados. El Fuero recoge incluso la eventualidad de que un árbol ajeno extienda sus ramas sobre una propiedad vecina, cuyo dueño tendría entonces derecho a una parte de sus frutos —esta medida vino heredada de tiempos de los romanos—.
Septiembre. Ciclo dei mesi. Maestro Wenceslao, c. 1400. Castello del Buonconsiglio, Trento (fragmento).
En siglos posteriores se mantenía la preocupación por el estado de los bosques. El Sabio Alfonso X dictaminó “que no pongan fuego para quemar los montes, / e más que otra cosa las encinas. / E al que lo fallareis faciendo, / que lo echen dentro”. Algo parecido a lo dispuesto por Jaime I respecto a quien fuera sorprendido talando una encina. Felipe II expresó en 1582 este lamento al presidente del Consejo de Castilla: “Una cosa deseo ver acabada, y es lo que toca a la conservación de los montes y aumento de ellos, que es mucho menester y creo que andan muy al cabo. Temo que los que vinieran después de nosotros han de tener mucha queja de que se los dejamos consumidos, y plegue a Dios que no lo veamos en nuestros días”. Sostenibilidad en toda regla ante el desaforado consumo de árboles que suponía mantener una creciente flota de guerra. De esta situación debió ser consciente Carlos II, que llegó a comprender la necesidad de vigilar los montes, tarea que encomendó a las autoridades locales y estas trasladaron a las gentes de sus pueblos. De alguna forma extraoficial estaban naciendo los primeros guardas forestales. Estaría hechizado este rey, pero no sería por su interés por los bosques.
Paisaje. Escuela holandesa del siglo XVII. Atribuido a Jan Baptist Huysmans (Amberes, Bélgica, 1654 – 1716).
La cosa debía estar bastante mal en 1877 para que se dictara la Ley de fomento, mejora y repoblación de montes, la primera norma que trata de recuperar la extensión de bosques que poco a poco se había ido perdiendo. Pero el asunto de la reforestación no adquiere tintes serios hasta 1938 y se intensifica en el periodo que llega a 1964, la llamada “gran expansión forestal”, y desde entonces hasta los años setenta aparecen las leyes contra incendios, la de caza y la de espacios naturales protegidos.
¿Por qué hemos tardado tanto en reaccionar? ¿Por qué nos hemos aliado tan fácilmente con los procesos de erosión y desertización? ¿Cuándo vamos a contemplar a los bosques como verdaderos socios y compañeros vitales? ¿Cuándo vamos a reconocer los beneficios que nos aporta generosamente el bosque? ¿Vamos a corresponder alguna vez a este donativo? ¿Seremos capaces de comprender que el bosque forma parte de un préstamo de las generaciones que nos suceden?
(1) Perlin, J. (1999). Historia de los bosques, GAIA Proyecto 2050, Madrid
(2) Valmaña Vicente, A. (1978). El fuero de Cuenca, Tormo, Cuenca