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Un ilustre explorador de la Naturaleza
Seis años después de recibir el máximo galardón, se pasea el maestro de la ciencia por las calles del casco antiguo y la Hoz del Huécar, acompañado por otros ilustres personajes, entre los que se encuentra Odón de Buen, quien no solo promovió la visita, sino que se ofreció como cicerone. Es mayo de 1912, y nuestro magno protagonista se dispone a realizar una excursión a la Ciudad Encantada. El viaje a caballo se inicia en el Puente de San Antón y la expedición pasa por Valdecabras. Su admiración por las bellezas naturales es notable, máxime teniendo en cuenta su amor por la Naturaleza y su afición por la fotografía, dejando para la historia varias instantáneas. En la imagen que encabeza estas líneas le vemos junto a unos camaradas y en la inferior descansando al pie del Tormo Alto. En 1923, por iniciativa del Colegio de Médicos, la ciudad de Cuenca dedica una calle al sabio profesor, y el mismo año de su muerte inaugura un colegio con su nombre, don Santiago Ramón y Cajal.
No es habitual acercarse a la figura de un eminente científico a través de su vínculo con la Naturaleza, pero tampoco es frecuente descubrir que esta circunstancia pudo condicionar el destino de una persona tanto como en el caso de Ramón y Cajal. Y es que la montaña y la actividad al aire libre, a veces con cierto riesgo, jugaron un papel trascendental en la forja de su personalidad, tal como refleja Eduardo Garrido en su libro sobre el ilustre Premio Nobel (1), al que revive de alguna forma para hacernos llegar su idea al respecto: “La Naturaleza es el Universo, es todos, nosotros mismos. Nuestros cerebros evolucionados, nuestra mente, son su obra más sublime, la más compleja máquina”.
El feliz encuentro del sabio científico con la Naturaleza fue a nacer en su más tierna infancia, y así lo reconoce en sus escritos: “… era yo […] un ferviente admirador de la Naturaleza, un amador entusiasta de la vida al aire libre…”. Lo salvaje y agreste fue una fuerza inspiradora y un refugio; no en vano, con frecuencia solía buscar la compañía de la soledad para realizar sus incursiones en el campo. Entre sus inclinaciones naturales destacaba una pasión desmedida por la observación de la belleza, variedad y originalidad de las obras naturales, hasta el punto de tenerlas en más aprecio que las obras de los hombres. Ya en la vejez decía que quien no haya sido un poco salvaje en su infancia y adolescencia, corre mucho riesgo de serlo en su edad madura. Su afán por la aventura le hizo afirmar de sí mismo que era un explorador de la Naturaleza, lo que con toda probabilidad fue lo que le empujó a forjar una mente muy inclinada a la ciencia.
Sin embargo, Santiago Ramón y Cajal no se veía como científico. Tuvo que ser su padre quien le espoleó para ser médico. Es difícil determinar si fue el deseo paterno o su firme convicción de que observar sin pensar es tan peligroso como pensar sin observar, pero su trayectoria evolucionó movida fundamentalmente por su intensa admiración por la Naturaleza, y progresó desde una fase contemplativa hasta una fase más reflexiva, sin dejar de reconocer nunca la importancia que el mundo rural tuvo en su vida. Algunas de sus numerosas afirmaciones categóricas señalan su fidelidad a la Naturaleza y el sinsentido que supone nuestro alejamiento de ella: “Señal inequívoca de estulticia e ignorancia es aburrirse en el campo. Allí, entre árboles flores e insectos, se nos revela el encanto de la vida”. O también: “La diferencia entre un sabio y un ignorante aparece en la campiña; el naturalista ve maravillas por todas partes ─plantas, insectos, pájaros─; el ignorante se aburre porque nada sabe […] De cuántos placeres nos priva el ignorar que todo cuanto nos rodea es una pura maravilla…”.
Unas graves enfermedades sufridas en su estancia en Cuba le obligaron a seguir unas duras y continuadas pautas de recuperación, esta vez en el Pirineo. Su buena forma física y su convicción sobre los efectos beneficiosos de la vida en el campo lograron el objetivo. Ramón y Cajal decía que “la fiesta de la restauración orgánica debe celebrarse en el campo, porque el hombre es un nostálgico de la Naturaleza, de donde la civilización le desterró”. No precisaba, por tanto, que nadie le fuera con esas milongas del déficit de naturaleza. Es más, si viviera en estos días sería un miembro destacado de cualquier club de senderismo, pues antes incluso de popularizarse el asociacionismo de montaña, don Santiago ya realizaba lo que llamaba “excursiones pintorescas” por las montañas del país. Este detalle nos ofrece una idea de su carácter pionero en la materia.
Cajal con un grupo de senderistas.
Don Santiago era médico, investigador, maestro de investigadores…, pero era sobre todo un naturalista, y su recorrido vital mostró su gran vinculación con las ciencias de la naturaleza y lo mucho que hizo por ellas en la España de finales del XIX y principios del XX. Más allá de los muchos e importantes premios que recibió, nos dejó perlas tan valiosas como esta:
“El problema de España es un problema de cultura. Urge ante todo cultivar intensamente los yermos de nuestra tierra y de nuestro espíritu, salvando para la civilización y riqueza patrias todos los ríos que se pierden en el mar y todos los talentos que se pierden en la ignorancia.”
Un año antes de su muerte confesaba su desaliento por el escaso apoyo de la administración a la promoción de la ciencia en este país. Ramón y Cajal nos dejó en 1934, pero cualquiera podría afirmar que exponía sus reflexiones pensando en lo que estamos viviendo ahora. No, mirar hacia atrás en el tiempo no nos convierte en estaturas de sal como algún iluminado sostiene, pero decir que se nos queda cara de tontos es ser muy generoso. Y a algunos esa cara de imbéciles se les debería caer de vergüenza.
(1) GARRIDO, Eduardo: Cajal y la Naturaleza, Desnivel, Madrid, 2016