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Cerrado por fin de temporada

Interpretación de la Naturaleza

Como si alguien hubiera dado la señal de salida, comenzamos a observar importantes cambios en el paisaje, más perceptibles en el bosque de ribera o en cualquier otro de hoja caduca. Poco a poco el color verde se torna amarillo o pardo, el follaje adelgaza por momentos y el rumor del viento a través de las ramas se hace menos evidente. Si tuviéramos que describir este panorama con criterios humanos, podríamos decir que los árboles se aderezan para un merecido descanso. ¿No se oculta el lirón en su agujero en el tronco de un árbol? ¿No se aparejan algunas aves para recorrer miles de kilómetros hacia climas más benignos? Pues algo así han hecho los árboles, ponerse las botas a base de luz solar, agua y sales minerales desde la primavera, producir sustancias de reserva y almacenarlas hasta ahora, cuando todo indica que van a poner el cartel de cerrado por fin de temporada, mientras las especies perennifolias continúan con el trabajo hasta las primeras grandes heladas. Son estrategias para soportar el frío.

Peter Wohlleben (1) nos recuerda que uno de los motivos para esta interrupción de la actividad es el agua. “Para que el árbol pueda trabajar —dice— debe estar en estado líquido. Si se congela su «sangre», nada funciona sino todo lo contrario. Como una cañería de agua, si la madera se congela puede reventar si está demasiado húmeda. Por este motivo, la mayoría de las especies empiezan a moderar la humedad y con ello la actividad ya a partir de julio”.

¿Y qué hay de las hojas? ¿Por qué dejan de ser verdes? Las hojas aprovechan hasta el último momento para captar energía y elaborar alimento, porque el resto de la planta —ramas, tronco y raíces— necesita este aporte hasta el final, especialmente la clorofila, que la planta debe guardar para el siguiente ciclo vital. Por esta razón, cuando la clorofila es bombeada, las hojas adquieren esas tonalidades amarillentas y pardas, que ya estaban presentes en su estructura, pero la luz solar solo dejaba ver el verde. No se trata, por tanto, de la muerte de la planta, sino de una etapa esencial de su vida. Las hojas se hacen viejas y deben dar paso a otras en un proceso de reciclaje en el que la asimilación del carbono durante la fotosíntesis es sustituida por la degradación de la clorofila.

Bien podríamos afirmar sin riesgo a equivocarnos que no hay nada tan creador como las hojas. Han pasado unos meses convirtiendo la luz del sol en vida y alimento para muchos, entre los que nos incluimos. Gran trabajo de alquimia el suyo que no se corresponde con su modestia. El paisaje se prepara para la reforma. Por desolador que pueda parecer a nuestra indiferente mirada un entorno boscoso desprovisto del color y del susurro de las hojas, deberíamos saber que las plantas que ahora se desnudan se aprestan a sobrellevar los rigores del invierno mientras se disponen a diseñar la nueva temporada. ¿Por qué se caen las hojas?

Antes de nada, prestemos atención a una de esas hojas caídas con vocación de nutrir la tierra y prepararla para tantos futuros. Hope Jahren (2) nos transmite esta curiosa observación: si examinamos detenidamente la base del peciolo, comprobaremos que tiene un corte limpio. Llegado el momento, los pigmentos verdes se repliegan tras el límite entre el peciolo y la rama del árbol, y un buen día se deshidratan y debilitan. Es entonces cuando el simple peso de la hoja o un leve golpe de viento son suficientes para que se doble y se desprenda de la rama. Tal parece que al árbol le pasa lo que a tantos humanos, que después de dar vueltas y más vueltas buscando una prenda de moda, se deshacen de ella en cuanto alguien dice que ese color o ese diseño ya no se llevan. Pues bien, el árbol, fiel al estilo Penélope, desmonta el trabajo de varios meses en cuestión de unos días, pero con una diferencia fundamental: sabe que las hojas de las que ahora se desliga serán su propio alimento en la siguiente temporada. Solo entonces, señala Wohlleben, puede el árbol abandonarse al reposo, que necesita para recuperarse de las fatigas experimentadas durante la estación pasada.

Tratemos ahora de responder a la pregunta crucial: ¿por qué se caen las hojas? Lo primero que cabe señalar es que la pérdida de fronda es una estrategia para esquivar la fuerza de las tormentas invernales, que suponen una cuestión de vida o muerte para muchos árboles. ¿No es la misma razón por la que los humanos retiramos sombrillas y toldos de nuestras casas? Esto es algo que no pueden evitar las coníferas, como ya tuvimos ocasión de comprobar. Al igual que sucede con el inicio de la foliación, la caída de las hojas tiene que ver con la temperatura ambiental y con la duración de las horas de luz (1). Los árboles son capaces de registrar la temperatura en descenso tanto como el fotoperiodo. Esto es debido a la presencia de unas proteínas en la superficie de las hojas que captan estas variaciones. Es como si supieran contar, y no solo eso, sino que están dotados de una especie de memoria. Si, por ejemplo, llevamos uno de nuestros chopos a Australia, el árbol sería capaz de adaptarse sin problemas a las nuevas condiciones de luz y temperatura del lugar, totalmente contrarias a las nuestras.

¿Cómo se protegen las coníferas de las inclemencias climáticas? Sabemos que mantienen su follaje todo el invierno, lo que no significa que no lo renueven cada año. Lo que hacen para soportar las heladas es utilizar sustancias anticongelantes (1). Wohlleben dice que “para que el árbol no pierda nada de agua en invierno, este cubre la superficie de las agujas con una gruesa capa de cera”. Nuevamente debemos recurrir a la observación detallada de las acículas y pasar el dedo por ellas para comprobar la presencia de tal capa de cera. “Además —añade— su piel es dura y fuerte y las pequeñas aberturas de respiración se hallan situadas profundamente en la superficie. Este conjunto de medidas evita eficazmente la pérdida de agua. Estas pérdidas serían catastróficas, porque el suelo congelado no ofrece abastecimiento, de manera que el árbol se secaría y acabaría muriendo de sed”.

Cuando paseemos por un parque en la ciudad o por un bosque y pisemos despreocupados la hojarasca tendida en el suelo, sería bueno dedicar un minuto de reflexión por la vida que nos han prestado las hojas y la que están dispuestas a donar sus sucesoras, que es lo que mejor saben hacer. Demostraríamos una magna torpeza si no supiéramos reconocer sus habilidades, a las que tanto debemos.

 

(1) Wohlleben, P. (2016). La vida secreta de los árboles, Obelisco, Barcelona

(2) Jahren, H. (2017). La memoria secreta de las hojas, Paidós, Barcelona