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Abriéndose paso
Vuelve desde la gran ciudad, donde ha vivido al límite de todo, donde ha perdido el control de todo, a esa isla casi desierta en la que nació y en la que pretende quedarse. Pero tras un tiempo intentando recuperar su vida, comprende que le cuesta más de lo esperado. No obstante, a base de observar la vida silvestre, de contemplar las auroras boreales, de rodearse de mar y viento, de integrarse entre la escasa población de la isla, lograr reconstruir su salud física y mental, sentirse un elemento más del entorno y recoger sus impresiones en lo que se convertirá en su primer libro, En islas extremas. Tal vez por esta experiencia vital Amy Liptrot ha escrito el prólogo de otra ópera prima, El consuelo de los espacios abiertos, donde Gretel Ehrlich narra similares vivencias.
Contrariamente a lo habitual en estos tiempos tan propensos a lo cómodo e inmediato, Ehrlich abandona la ciudad y se introduce en el mundo rural de Wyoming con la intención inicial de grabar un documental sobre la vida en los ranchos de ovejas. De hecho, no le interesaba nada “la moda de volver al campo”. De sus primeras impresiones nacen las páginas del libro que abre su producción literaria, merecedor del Premio de la Academia Americana de las Artes y las Letras. Tiene mérito la cosa, sobre todo cuando se trata de reflejar las relaciones del hombre con la naturaleza. Se valió para ello de un arma infalible, un lenguaje sencillo, cercano, interesante, basado en una idea central: “Todo en la naturaleza nos invita a ser lo que somos”.
Gretel Ehrlich
Y descubrió que no podía abandonar esos lugares casi desérticos y la dureza de una forma de vida tan extraña para ella. Lo que para muchos era —y aún es— un paisaje, para ella era —y aún es para otros como ella— algo esplendoroso. Trabajando en un rancho de ovejas, donde seguramente la escala de los rebaños es inimaginable por estas latitudes ibéricas, Ehrlich compuso una sucesión de notas en su diario que llegaron a transformarse en una colección de ensayos que conforman El consuelo de los espacios abiertos. Una de esas desgracias que la vida tiene reservadas para cualquiera —en su caso, la muerte de su pareja y la consiguiente pérdida de la ilusión por la vida— vino a cruzarse en el camino de Gretel, lo que se convirtió en una invitación para buscar y encontrar la soledad de una cabaña junto a un río. Muchos puntos de nuestra despoblada geografía le habrían resultado igualmente adecuados para su aislamiento personal. Una tierra a menudo yerma, siempre solitaria, nunca aletargada, con frecuencia sedante. “Esa tierra árida era una hoja en blanco. Su absoluta indiferencia me apaciguaba”, escribe.
Paisaje de Wyoming
Como tantos artesanos de esta literatura de naturaleza, Gretel Ehrlich demuestra un amplio conocimiento de las criaturas que comparten con ella espacios y tiempos, de la dureza de los fenómenos atmosféricos, de cómo salir adelante superando las dificultades que presenta la vida en los espacios abiertos y solitarios. Por momentos, la rudeza se transforma en dulzura, la belleza en drama. Pero, sobre todo, Ehrlich escribe sobre la gente, hombres y mujeres que, lo quieran o no, forman parte de la naturaleza que habitan y que tienen —o deberían tener— un sentido de pertenencia a la tierra. Su aspiración fue imprimir a sus páginas las mismas cualidades de la tierra, su autenticidad, su aspereza e inclemencias, pero también su belleza y armonía. A ratos entrañable, a ratos costumbrista —la prolija explicación de cómo funcionan los rodeos que acostumbramos a ver en el cine o la interminable ceremonia india de la Danza del Sol exceden lo que uno espera encontrar en un relato de literatura de naturaleza—, con frecuencia surge la vena poética para culminar una narración de gran belleza.
No es fácil vivir en un pueblo de menos de cien habitantes —la provincia de Cuenca atesora jugosas experiencias—, hacer frente a sus numerosas y crecientes carencias, sentirse ignorados por quienes ostentan el poder y la (in)capacidad de tomar decisiones para resolver la situación. “La ciudad más grande tiene cincuenta mil habitantes, y solamente hay cinco poblaciones en todo el estado dignas de llamarse ciudades. Lo demás son pueblos, desperdigados por la región y separados entre ellos por hasta cien kilómetros, con poblaciones de dos mil, cincuenta o diez personas”, dice. Sin embargo, llega a comprobarse que el tamaño y la población adquieren un carácter secundario cuando observamos que se trata de una sociedad en pequeño. Es lo que Ehrlich advirtió en el rancho donde vivió, a las afueras de un pueblo de cincuenta habitantes, “muertos incluidos”. Como señala Amy Liptrot en el prólogo, “si eres capaz de vivir una vida apacible, puedes salir adelante en cualquier parte”. Vivir en el medio rural, por tanto, depende de la capacidad de resiliencia que cada uno posea. Se habla mucho de este concepto en cuestiones relacionadas con la crisis ambiental, pero todas las especies vivas se han visto en la necesidad de ser resilientes desde el comienzo de la vida sobre el planeta. ¿Hay algo que nos invite a pensar que el ser humano no deba serlo en las presentes circunstancias? Como Ehrlich destaca en el prefacio, la vida le enseñó una lección: “la pérdida constituye una extraña forma de plenitud. La desesperación se derrama en un insaciable apetito por la vida”. Se trata de un camino que no es recto, sino lleno de curvas y baches.
El hogar de Gretel Ehrlich durante parte de su estancia en Wyoming.
Gretel Ehrlich escribe en primera persona para dar testimonio de la experiencia extrema de la soledad y, posiblemente sin pretenderlo, siguió los pasos de escritores de naturaleza consagrados como Emerson, Thoreau o Muir. Realiza así un fiel retrato de cómo vivir en plena naturaleza y no morir en el intento. Logra, en cambio, renacer y rehacer su vida, permanecer atenta a cuanto acontece a su alrededor para superar los malos momentos. Refleja en las últimas páginas de su libro este pensamiento:
En el transcurso del otoño oímos dos voces: una dice que todo está maduro, la otra dice que todo está muriendo. La paradoja es exquisita. Sentimos lo que los japoneses llaman aware —una palabra casi intraducible que significa algo así como «hermosura teñida de tristeza»—. Hay días en los que tenemos que abrirnos paso a través de una melancolía acechante.