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Agua pensante. Cogito ergo aquam

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Ya lo adelantaba su maestro —y maestro de todos— Félix Rodríguez de la Fuente en uno de los programas radiofónicos de “El planeta agua” (1975): el agua tendrá problemas por su polución, por su envenenamiento. Vertemos de forma constante al mar todo lo que rechazamos en el hogar, en la calle, en la actividad económica. Y no lo hacemos directamente, sino sirviéndonos de las vías fluviales como canal de transporte. Qué afortunado fue aquel letrero que colocaron en la ciudad de Cádiz en cada alcantarilla: “El mar empieza aquí”.

Tarde nubosa y fresca de abril. Hace poco dejó de llover. Abril, el de las aguas mil. He decidido dar un corto paseo junto al riachuelo, en una de cuyas vertientes rompe la naciente que buena parte del año es prisionera del silencio. Me detengo unos minutos para comprobar si, como dice Joaquín Araújo, “pasar, al menos unos minutos, contemplando surgir lo esencial calma la sed más profunda sin que siquiera tengas que inclinarte a besar lo fluente por estrenar”. Es cierto, llega la calma, manando a pesar de las torpezas humanas.

 

 

Pocas cosas son tan resilientes como el agua, capaz de adoptar un infinito repertorio de formas, de bajar hacia el llano e izarse invisible, hasta mostrar una interminable variedad de rostros, de dormir calladamente y agitarse trémula ante el empuje del viento. Pocas cosas ofrecen tanto con tan poco —apenas dos átomos de hidrógeno y uno de oxígeno— como este elemento biógeno, generador de vidas. El agua es el líquido de la Vida y, por tanto, de nuestra vida. Dependemos de ella, forma parte de nosotros, es el germen de nuestras ideas, de nuestra inteligencia. Flaco favor hacemos al agua cuando no usamos esa capacidad pensante, cuando, parafraseando a Araújo, nos dejamos ahogar en nuestra estupidez.

Somos por el agua. Repasemos la historia de la humanidad y comprobaremos que todos los asentamientos humanos estaban ligados al agua, que todas las civilizaciones fueron posibles por el agua, que la vida fue diversa en lugares tan inhóspitos como el Sahara mientras fueron regados por ríos y aguazales. La humanidad, para ser, tuvo que pensar en el agua como principio. Agua cultivadora de civilizaciones, generadora de culturas, paridora de vidas. Si ahora buena parte de la especie no prospera, no es por falta de agua en el planeta, sino por falta de acceso a la que aún es potable o por exceso de contaminantes en la que nos moja. Es razón suficiente para sellar la paz con el agua, como señala Pedro Arrojo en el prólogo de Somos agua que piensa (Crítica, 2022), momento de promover una nueva relación con el líquido que nos forma y forma nuestros pensamientos.

 

 

No viene mal comenzar el relato poniendo de relieve cómo todo los que nos rodea es gracias al agua. No debería resultar difícil de entender para cualquiera que viva —y conozca— los humedales manchegos, las areniscas del Cabriel o los farallones calizos de la alta Serranía, formas todas en las que ha participado decididamente el agua. Exposición con un lenguaje en el más puro estilo araujano, cuajado de metáforas de fácil comprensión, algo más complicada trasposición a la vida real. Cómo, si no, podemos reconocer la importancia del agua tras haberla maltratado, ninguneado, derrochado. ¿Realmente pensamos con agua en el agua? Sostiene Araújo que nuestro cerebro es un 70% de agua. ¿Hay peor sequía que la de no pensar en el agua? Nuestra mente debería ser como ciertos tipos de musgo, capaces de multiplicarse en contacto con el agua y de contener varias veces su peso en agua. Solo así daríamos algo de sentido al específico sapiens que adorna nuestro nombre científico, quizá algo pretencioso.

 

“De nuestro cerebro, el segundo mejor manantial de este mundo, han manado infinitas sensaciones, recuerdos, conocimientos, destrezas… Incluso el más fresco sorbo, que es la compasión. Pero del mismo chortal también brotan torpezas, crueldades y, demasiadas veces, imponentes ignorancias. Muchas mentes son eriales que provocan la peor de las sequías, la de las ideas y sentimientos libres”.

 

El agua quita tanto como da. Quita la sed, da la vida. Tal vez deberíamos reflexionar más al respecto: ensuciar el agua podría ser uno de los peores crímenes de la humanidad por extinguir buena parte de la honestidad que aún queda. Honestidad, término que se opone a corrupción, algo de lo que cada vez entendemos más. ¿Qué nos hace pensar que el agua puede desear lo que no deseamos? ¿Qué nos impulsa a convertir el agua de la vida en el agua de la muerte? ¿Realmente pensamos con agua en el agua? El agua sabe autodepurarse, limpiarse a sí misma. ¿Hay mayor sostenibilidad? ¿Qué sabemos de tener una ética sostenible? Pero necesita un tiempo que no le damos, un tiempo que restamos a nuestra subsistencia. ¿Acaso sabemos nosotros descontaminar nuestra mente de agua en los mismos términos? Nada como la degradación ambiental en su conjunto, y la del agua en particular, tiene un recorrido tan circular: empieza en nuestra negligente actitud y termina en nosotros mismos, afectando a nuestra propia existencia. Por eso, nada nos resultaría más beneficioso que imitar la habilidad autolimpiadora del agua, regenerar la mente y mejorar nuestra actitud hacia la naturaleza, renunciar al modelo económico basado en el desenfrenado desarrollo y practicar una ética de la contención. Solo así lograremos que “dentro de cien o mil años quede algo de este fascinante e imprescindible espectáculo que es Aagua —así nombra Araújo al líquido de la vida— en el planeta Vida”.

 

 

 

A pesar de todo, Joaquín Araújo, en un irremediable arrebato de optimismo, se obstina en pensar que el agua que forma parte de nuestro cerebro se imita a sí misma y piensa. De haberlo sabido, Descartes habría formulado su famoso Cogito ergo sum en términos más acuosos.

 

Araújo, J. (2022). Somos agua que piensa. Crítica, Barcelona.